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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Ignorancia e indiferencia

La perplejidad y la consternación de los perdedores no impedirán que el PP perciba el resultado electoral como una absolución

José María Mena

En un reciente espacio radiofónico, Ángel Gabilondo, con su humor sutil, contaba un cuento filosófico, como si fuera un chiste de filósofos. Un filósofo pregunta a otro qué pecado es peor, si el de la ignorancia o el de la indiferencia, y el otro le contesta “ni lo sé, ni me importa”. El pecado de la ignorancia voluntaria consiste en negarse a conocer una verdad dolorosa o reprobable. El pecado de la indiferencia reprochable consiste en conocer esa verdad, sin experimentar reproche alguno frente a ella. El 26 de junio los españoles tuvimos ocasión de poner de manifiesto cómo nos parecemos al segundo filósofo. El triunfo incontestable del PP aglutina sentimientos, deseos y temores dispares, y expresa los errores o pecados de la ignorancia voluntaria y de la indiferencia reprochable.

La noche del 26-J vimos lágrimas entre el público, mayoritariamente joven, que aguardaba unos resultados electorales esperanzadores en una plaza de Madrid. Con perplejidad percibían que eran desbordados por todo lo que significan Bárcenas, la Gürtel, la Púnica, Aguirre, los recortes, el paro, los trabajos basura y años de compadreo turbio en la gestión pública madrileña y española. La estupefacción de muchísimos televidentes se desbordó al percatarse de que en Valencia el PP había aumentado sus votos. Todos los asuntos relacionados con la corrupción son, al parecer, pecata minuta para ese creciente electorado. Que aquellas evidencias de gestión delictiva signifiquen necesariamente una gestión gravemente perjudicial para los electores, al parecer, es una realidad encuadrable en el capítulo de las ignorancias voluntarias.

El pecado de la indiferencia reprochable ha hincado profundamente sus raíces en nuestra convivencia. Y así, mañana seguirán vivas, y electoralmente absueltas, las artimañas de los protagonistas de los sobres de 500 euros, las obras estrafalarias, las mordidas cutres, las alcaldesas bochornosas, los paraísos fiscales, las prostitutas de confianza y los aeropuertos del abuelito. Todo ese bochorno quedará oculto bajo un manto de ignorancia voluntaria, expedito para proseguir su dinámica lucrativa al amparo de una indiferencia reprochable, al borde del cinismo, que, según la RAE es desvergüenza en la defensa de acciones vituperables.

A la estupefacción de unos y la perplejidad de otros, se añade la consternación al comprobar que el ministro del Interior, Fernández Díaz, ha sido premiado en Cataluña con 45.000 votos más, y en España con la parte alícuota del triunfo de los suyos. Sus electores han premiado la ley mordaza, las concertinas sanguinarias y las devoluciones en caliente, las condecoraciones de vírgenes y los irregulares pelotones secretos de policía patriótica, la insolidaridad cruel ante el drama de los refugiados y el populismo punitivo sin complejos. Sobrecogedoramente, han premiado las maquinaciones que urdía con el director de la Oficina Antifraude de Cataluña (OAC) para desprestigiar a adversarios políticos independentistas. Ese director infringía su obligación legal de guardar el secreto de sus actuaciones, y quebrantó ese mandato legal susurrándole los secretos al ministro. En su más que discutible cooperación con Interior estaba legalmente obligado a atenerse al ordenamiento jurídico, y lo quebrantó proponiendo trámites irregulares para fingir unas actuaciones falsas o instrumentalizadas.

La ley establece que depende únicamente del Parlament de Catalunya y le ordena no recibir instrucciones de ninguna autoridad. Quebrantó ese mandato poniéndose a las órdenes del ministro, con expresión servil y cuartelera. La ley le prohibía usar en beneficio privado informaciones derivadas de su función, y la quebrantó concertándose con el ministro para, en beneficio del PP, acometer investigaciones prospectivas, que son verdaderas causas generales, en plan “a ver a quién o qué pillamos”, rigurosamente prohibidas por el Tribunal Constitucional. El director de la OAC, de profesión magistrado, lo sabía. El ministro, jefe orgánico de la policía judicial, debería saberlo. El director de la OAC se merece que le hayan echado. (Aunque también es preocupante que vuelva a su cargo anterior para juzgar a la gente, con semejante historial de dependencia compulsiva).

La estupefacción, la perplejidad y la consternación de los perdedores no impedirán que los favorecidos por la recompensa electoral la perciban como una absolución, como una puerta abierta a continuar como hasta ahora. Y si les preguntan por qué continúa habiendo corrupción contestarán como el filósofo del cuento de Gabilondo: ni lo sé, ni me importa.

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José María Mena fue fiscal jefe del TSJC.

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