Cuando mataban a los mejores
Giorgio Fontana novela la tensión de los años de plomo de la Italia de los 70 y 80 en la premiada ‘Muerte de un hombre feliz’
La lógica era perversa. “Matar al mejor era el modo de eliminar la posibilidad de lavarle la cara al Estado, que por definición debía ser malvado y opresor; por eso se cargaban a los sobresalientes; es algo tan fascinante como triste”. Giorgio Fontana (Saronno, 1981) nació al poco del asesinato de los magistrados Emilio Alessandrini (1979) y Guido Galli (1980) a manos del grupo de extrema izquierda Primera Línea. Era algo habitual en los llamados años de plomo que vivió Italia, periodo de violencia inaudita, de terrorismo rojo y negro. De la mezcolanza de aquellas figuras ha construido Fontana al magistrado Giacomo Colnaghi, protagonista de su Muerte de un hombre feliz (Libros del Asteroide), donde el fiscal investiga el asesinato de un político democristiano por la extrema izquierda, proceso que da pie al escritor y periodista para una sutil reflexión sobre la piedad, la contraposición entre justicia humana y divina y las mil veladas maneras en qué el sistema muestra su alma más despiadada.
Lo que ocurrió no tuvo parangón en Europa. “Italia no fue capaz de expulsar el fascismo de las instituciones ni de las ideas de las personas, en un contexto donde existía el Partido Comunista más grande de Europa y una izquierda fuertemente revolucionaria; para el poder conservador eso era un peligro latente y explica la tolerancia con los grupos ultras, una manera pragmática de mantener el orden y escorar el país a la derecha”, resume.
El interés por un episodio casi olvidado por las letras italianas y abordado por un joven autor ha satisfecho doblemente a la crítica italiana, que se ha traducido en los premios Campiello y Arturo Loria. “Que lo trate alguien de mi generación es más fácil: mis mayores están demasiado emocionalmente comprometidos “, cree Fontana, que, interesado de natural por la justicia social, llegó a la época y al tema a partir de cómo contraponer justicia institucional, legal, con la revolucionaria, dicotomía que el autor acentúa con la fuerte conciencia cristiana del fiscal, abrumado por la necesidad de la comprensión y el perdón, el sacrilegio que comporta la injerencia humana en la tierra divina que es todo hombre. “Están convencidos de que son buenos, ¿comprendes? O nos tomamos en serio esas intenciones o no los derrotaremos jamás”, le suelta Colnaghi a otro amigo fiscal en uno de los momentos clave de la novela. “Soy ateo, no creo en la justicia divina, estoy por buscar una justicia justa, ética, que no sea una vendetta. Su amigo ejecuta la ley de manera mecánica; la ley de Colnaghi, su lección moral, es la ética del escuchar, la piedad, el compromiso, la voluntad de dialogar, buscar al hombre tras el propio magistrado o el terrorista”, dice el escritor, que, seducido por su propio personaje, ya lo había hecho aparecer en su novela anterior, Per legge superiore (2011).
Justamente, el otro momento capital de Muerte de un hombre feliz es la conversación del fiscal con el terrorista, donde aquél le pide paciencia para transformar las cosas, en un discurso que podría tener una lectura muy actual. “Hoy eso no se puede pedir a la juventud, puede sonar falso: la situación de un joven de 24 años hoy, en Italia o en, al menos, en la Europa del sur, no es muy buena, en plena crisis profunda”. Ya responde el mismo terrorista, en un diálogo claramente aporético: “Si el sistema es despiadado, tengo el sagrado derecho de serlo yo también”, le suelta. “El sistema era despiadado en los 70, pero hoy lo es aún mucho más: su perversión es más sutil y a escala planetaria, lo que dificulta cómo actuar”, cree Fontana, que piensa que una violencia como aquella no volverá: “las formas de lucha ya no pasan en Europa por la violencia contra las personas sino contra las cosas”.
Colnaghi, hombre de nervios destrozados, afición al fútbol y piedad confusa, torturado por la escasa atención que presta a su familia y el imborrable peso de un heroico padre partisano al que no llegó a conocer, lee, claro, al escritor católico Georges Bernanos, gusto que no comparte con su creador: “Lo utilicé como recurso estilístico, para lanzar pequeños mensajes, para amplificar el discurso sobre justicia y el pensamiento cristiano… La Democracia Cristiana fue muy importante en Italia; hoy, como la izquierda de aquellos años, ha desaparecido prácticamente; quizá el Papa actual recupere algo de ese espíritu de frugalidad, muy franciscano, por otra parte”. A Fontana se le ha comparado con Leonardo Sciascia. “Lo he leído y su italiano me parece de una gran belleza, pero no quiero, como él, utilizar el caparazón de la novela para introducir en él un ensayo”. Su referente máximo es otro muy distinto, Kafka: “Me gusta su palabra justa, verdadera y necesaria, y la capacidad para desvelar la falsedad del mundo con la potencia de una historia”.
Prefiere Fontana dejar sus tesis para sus artículos y ensayos, como su premiado Babele 56, sobre la inmigración en Milán, igual que le preocupa “la actitud global de Europa de encerrarse tras un muro, un gran error”. El mundo parece no marchar bien, quizá no lo ha hecho nunca, pero claramente, al menos, desde esos años de plomo. “Una lección moral de aquella época es que no hay que repetir errores, que se ha de ver cómo cambiar la sociedad pero por medios sostenibles éticamente”, dice. ¿De dónde le viene esa honda preocupación por una sociedad más justa? “Basta con mirar el mundo”.
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