Con Coldplay en la guardería
El segundo concierto de Coldplay en Barcelona ratificó la brutal propuesta lúdica del grupo
La guitarra exprimida en notas agudas, con la mano izquierda en la parte más baja del mástil. Varias canciones resueltas con fragmentos melódicos sin letra, con cánticos coreados que remiten, sin testosterona, a las hinchadas de fútbol. Acordes de piano como contrapeso lírico. Crescendos con la línea de meta en la euforia. Épica en tonos pastel. Y un espectáculo que retrotrae a la infancia, años emborronando papeles en los que finalmente se intuía un coche, una casa o una bruja. Armas de una banda para rendir estadios...
Siguiendo el segundo concierto de Coldplay en el Estadio Olímpico de Barcelona desde la pista se podía pensar en todo ello mientras Chris Martin seguía esforzándose con su castellano, algo que realmente le honora, y su grupo afrontaba un repertorio con mínimos cambios con respecto al primer concierto —en el segundo, la noche del pasado viernes, incluyeron una versión de Johnny B Goode y Trouble sonó en lugar de Don't Panic. Y allí, en la pista, se vivió como en ninguna otra parte el momento central del espectáculo, incluso más que la traca final con A Sky Full of Stars. Lo marcó la interpretación de Viva La Vida, seguida por Adventures of a Lifetime, momento en el que enormes globos de color permitieron a la multitud jugar...
Porque, al final, parecía tratarse de eso, de jugar, jugar con aquellas enormes gominolas, cazar al vuelo el confeti con forma de estrellitas, bracear con las pulseritas que creaban en el público la sensación de formar parte de aquel inmenso jardín de infancia en el que por un día se prohibía ser mayor, pudiéndose esperar con alborozada ingenuidad el momento de palmear un globo o mirar con cara de párvulo alborozado cómo la pulserita se iluminaba cambiando de colores. Coldplay han permitido en barcelona ser niños a 110.000 adultos. Más de una úlcera remitió por unas horas. En ocasiones, la felicidad es una cosa bien sencilla.
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