Nadie quiere ser President
Pero Puigdemont ha dado la sorpresa al decidirse a seguir los pasos de su antecesor en un sentido no previsto. ¿En cuál? En el de desdeñar la importancia de la más alta institución catalana
Nada más conocerse la renuncia de Mas a presentarse a la investidura como President de la Generalitat, alguien escribió que en el fondo la aspiración secreta del líder de CDC era la de convertirse en el Arzalluz catalán, manejando desde la sombra los hilos del poder político en este país pero sin sufrir el inevitable desgaste de la gestión directa del día a día. Desde el primer momento manifesté mi acuerdo con esta tesis, incluyendo en mi coincidencia la reserva que el autor del escrito manifestaba respecto a que también era de esperar que el designado como sustituto más o menos instrumentalizable se resistiera a desempeñar tan poco lucido papel, intentara ser protagonista de la función y, por tanto, pusiera en peligro de esta manera la expectativa, alimentada por quien lo había designado, de que se limitara un mero actor de reparto. En todo caso, Puigdemont se habría incorporado a la ya larga lista de políticos colocados en lugares de responsabilidad con la poco disimulada intención de ser teledirigidos, guardarle el sitio al saliente por si se decide a regresar o, simplemente, hacer bueno con su debilidad política a quien antes ocupó el mismo cargo.
Pero Puigdemont ha dado la sorpresa al decidirse a seguir los pasos de su antecesor en un sentido no previsto. ¿En cuál? En el de desdeñar la importancia de la más alta institución catalana. Porque ese es el mensaje que se han empeñado en difundir algunos de los incondicionales que en los últimos años más destacaron por su cerrada defensa de la figura de Artur Mas: tras defender a capa y espada su entregada disponibilidad a ceder ante la CUP cuanto hiciera falta con tal de mantenerse al frente de la Generalitat, en el preciso instante en el que tiró la toalla decidieron reeditar la fábula de la zorra y las uvas y pasaron a afirmar que no había de lo que preocuparse porque la Generalitat actual apenas era otra cosa que una estructura administrativa vacía, comparable a una diputación provincial sin contenido político alguno.
Desde entonces, esos mismos incondicionales parecen haberse propuesto la tarea de fijar en la mente de la ciudadanía catalana la siguiente imagen: Puigdemont es el President de la Generalitat, pero Artur Mas es el President de Cataluña. A tal tarea, mucho más que a reflotar su hundida formación, se ha dedicado el aludido con notable empeño.
No hay acto público relevante —esto es: en el que esté previsto que acudan las televisiones—, trátese de la inauguración de una línea de metro, del recibimiento de Francesc Homs en la sede de CDC tras su declaración ante el TSJC o incluso del fallecimiento de un exfutbolista ilustre, en el que el expresident no esté presente, y no de manera precisamente simbólica, sino dejando el testimonio de unas palabras que marcan públicamente la dirección por la que debe transitar el presunto heredero (por ejemplo, declarando —¡él!— que no se le deben hacer a la ciudadanía catalana promesas que no se pueden cumplir).
Puigdemont, en efecto, parece haberse decidido a imitar, también en esto, a su antecesor y le ha dado por mostrar una displicencia de idéntico tenor hacia la institución que ahora preside. Así, declaraba recientemente que “para ir a gestionar una Cataluña autonómica no habría dejado de ser alcalde para ser presidente”. Y añadía a continuación que solo iba a pilotar un tramo del procés, el que, palabras textuales, va “de la postautonomía a la preindependencia”. Lástima que no aclarara si esta última fase es la que se inició el pasado noviembre, con la solemne declaración parlamentaria de desconexión, o la que comenzará con la redacción de la constitución catalana, tarea que este pasado jueves anunciaba que quedaba aplazada para la próxima legislatura.
Pero, por más benévola que pueda ser nuestra interpretación de las palabras de Puigdemont, resulta difícil que las mismas no alimenten una sospecha. Quizá no siempre, en la disyuntiva entre ser cola de león o cabeza de ratón, la opción más adecuada sea la primera. Probablemente por ello el actual president ha empezado a deslizar el anuncio de que no piensa presentarse como candidato a la Generalitat en las próximas elecciones. Se comprende. Cuando quienes deberían defender al rey de la selva se dedican a proclamar a los cuatro vientos su lamentable estado, nada tiene de extraño que los haya que acaben prefiriendo una vida apacible y tranquila entre roedores.
Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona.
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