Muerte en la biblioteca
Para acceder al centro especializado en ritos funerarios de Montjuïc hay que pasar ante la imponente colección de carrozas fúnebres
Sacudo espasmódicamente la muñeca para que el reloj no se me pare; refuerzo clavos previendo que los cuadros no caigan al suelo; aprieto roscas esperando que ninguna luz se apague inopinadamente; vigilo el contenedor amarillo para que cualquier desalmada criatura del barrio no ose sacar una lata y arrastrarla por la calle; perseguí el otro día una gorda mosca por la redacción hasta cerciorarme de que no era de alas negras y he prohibido a las visitas que vengan a casa con prenda roja alguna. Más, no puedo hacer. Estoy atento a todo augurio que anuncie si un enfermo lo es de muerte, convencido de que este periodismo de hoy acabará conmigo. La nueva guadaña de la parca son estadísticas y curvas sobre los pinchazos mensuales de nuestros artículos en la Red. Huelo a cadáver. Lo presiento. En casa me dijeron que con la comida, el dinero y la muerte no se juega. Pero la crónica (la nómina) aprieta. “Mort per mort, prova la sort”, dice el refrán. A doble o nada, pues.
Llovizna. Manos heladas. No hace frío como para eso, pero lo tengo. Cementerio de Montjuïc. muy temprano. “Siamo trenta d’una sorte, e trentuno con la morte”, resuena estúpidamente en la cabeza la canción fascista italiana. “No, ahora no hay nadie, al menos que yo haya visto…”, bromea la vigilante de la biblioteca especializada en muerte y ritos funerarios que ha reabierto el tanatorio tras su catalogación por el Servicio de Documentación y Acceso al Conocimiento del Ayuntamiento, incorporándola a su red. Para acceder a ella, hay que pasar ante la imponente colección de carrozas fúnebres del centro. ¡Dios!: en mi familia se creía que si se detenía un coche de muertos ante una casa era augurio de que pronto habría ahí un muerto; y peor si el coche iba vacío. Como estos, claro...
“Consultan cosas raras, no los libros de historia”, lamenta el enjuto Manuel Hernández Yllan al poco de cruzar la tupida cortina gris que separa los carromatos de la biblioteca, dos mesas y sobriedad funeraria de madera clara. En el fondo, es suya. Nacido en 1926 en Murcia, carpintero, acabó en 1961 en el Servicio Municipal de Pompas Fúnebres de Barcelona, fabricando ataúdes en sus talleres de la calle Sepúlveda. Ahí llegó un día un vendedor de libros. “Le compré muchos de Historia y del Extremo Oriente, me apasionaban; me gasté 5.000 pesetas”. Y así fue adquiriendo títulos, con un denominador común: que tocaran la muerte. “A través de la muerte y sus rituales puedes conocer la vida”, filosofa. Contagió su pasión a la empresa, que sufragó las compras. Y ya jubilado, siguió asesorando: Hernández fue en 1986 a la Universidad de Barcelona, se sacó una diplomatura y logró, por sus habilidades con la madera y el dibujo, acompañar a algún profesor a expediciones a Egipto. “¿Notas el aire? Es el de un murciélago cuando pasa mientras excavas”, demuestra aleteando una huesuda mano, y recuerda cómo le cayó el pie de un esqueleto envuelto en una rica tela que conserva.
Sus ilustraciones sobre la tumba de Sehu en la Acrópolis Magna comparten espacio con tres de los cuatro tomos del espectacular The Temple of King Sethos I at Abydos (1933), la joya de un excepcional fondo de 1.935 libros. Los más consultados por “estudiantes y curiosos”, clasifica Hernández los usuarios, son Juegos funerarios, Poemas lúgubres y El gran libro de la magia y la brujería. Uno iba pensando en el mítico Libro de los muertos egipcio, conjuros para prepararse para la vida tras la muerte, dispuesto a pagar un buey por alguno. Pero al ojearlo descubro que, si funciona, viviría en el otro mundo no con amigos y seres queridos sino con dioses y divinidades. Y de esos, en el periodismo, hay demasiados como para soportarlos de nuevo en otra vida. Por ello tienta más Le voyage de l’âme dans l’au-delà, o el Estudio cultural de los verbos de la muerte.
Hernández tiene su particular libro de los muertos: un cuaderno donde anotaba, en pulcras columnas, ataúdes encargados, calidades, medidas y horas empleadas. De media, siete cajas al día. “No creo que haya vida tras la muerte”, concluye tras leer tanto sobre ello y mientras contempla, ufano, una Araña blanca, apodo del coche funerario blanco del XIX que ayudó a reconstruir, utilizado solo para niños, mujeres solteras y monjas. Está precedido, entre otros, por el Estufa, acristalado, que llevó los restos de Prat de la Riba. O el Grand Doumont, que transportó al torero Joselito. O el Imperial, que en 1986 encabezó el entierro de Enrique Tierno Galván.
La muerte son detalles: entre las 13 carrozas y seis carruajes de acompañamiento (los tres cochazos fúnebres de motor, Hispano Suiza, Buick y Studebaker, no portan inscripciones) se repiten motivos como las letras alfa y omega (inicio y fin), relojes de arena (tempus fugit), búhos (muerte próxima), piñas de cipreses (árbol de cementerio), planta de opio (sueño eterno…). “Coche de lujo, número uno. Le acompañan el coche de respeto y 50 asilados con velas”, reza el libro de tarifas de 1876 de la Casa Provincial de Caridad de Barcelona. Bonito: ocho caballos, pero 250 pesetas. Cerca, un diorama con el orden de la procesión mortuoria. Moraleja: a más curas y huérfanos, más importante el fiambre. “Hasta en el morirse hay clases”, comenta a su profesora una quinceañera del colegio CIC de Barcelona, de visita.
“La muerte se vivía antes con más naturalidad; hoy es el único tabú que queda”, apunta, al ver mi palidez, Adrià Terol, nieto de Hernández, tercera generación en la funeraria, encargado de la biblioteca y de guiar entre carrozas y por el Paseo de Gracia del cementerio: ahí, el panteón de los De la Riva, segundo edificio de Barcelona en tener ascensor; allí, el de los Amatller: 112 metros cuadrados solo para padre e hija; más allá, el de los industriales Olano Iriondo, con escultura con bomba Orsini incorporada. Sí, nos llevamos miedos y obsesiones hasta la tumba.
De regreso a la entrada y tras descartar un lápiz de Cementiris de Barcelona por más Swarovski que sea (3 euros) o un ¿“búho de la suerte”? (6 euros), pienso que, no hace tanto, hubiera pedido en casa que soñaran mi muerte para alargarme siete años la existencia. Bien meditado, les diré ahora que cliquen esta crónica en Internet: me darán así vidas como a un monigote de videojuego.
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