‘Que n’aprenguin!’
Artur Mas instalado en el confort de la sala de máquinas de su partido, se dedica a matizar, reconvenir y proponer, incluso en sentidos muy distintos a los que defendía cuando estaba en el poder
La semana en la que parecía inevitable la repetición de las elecciones catalanas no faltaron voces, especialmente entre los incondicionales del anterior president,que clamaron por la necesidad de desvincularse de manera rotunda e irreversible de la CUP, incluso en el supuesto de que en el último instante de la negociación (como terminó sucediendo) aquella diera su brazo a torcer en alguna medida. La formación antisistema había mostrado su auténtico rostro, argumentaban, y con ella no tenía el menor sentido intentar acuerdo alguno. Tocaba repartir las fichas de nuevo.
No fue eso lo que finalmente terminó sucediendo, pero tal cosa no descolocó en lo más mínimo al mencionado sector incondicional ni le movió a la menor autocrítica de sus propias afirmaciones anteriores. Lo relevante de la anécdota no es tanto la ciega sumisión a los designios del líder carismático sino la manera en la que dichas personas se acomodaron al nuevo escenario. Cuando a una de ellas se le recordó sus afirmaciones de pocas horas antes, su respuesta no pudo resultar más reveladora: “Ayer era ayer, y hoy es hoy”. Rotunda tautología al servicio de la más flagrante inconsecuencia argumentativa y que, aplicada a destajo, permitiría los más espectaculares (e impunes) cambios de posición.
Pero si semejantes reacciones no han movido, no ya a escándalo, sino ni siquiera a sorpresa, es porque constituyen una generalizada pauta de conducta, seguida, en primer lugar, por los propios responsables políticos, que hace tiempo que abandonaron la mínima exigencia democrática de rendir cuentas ante la ciudadanía. Si, en efecto, los responsables políticos ejercieran de tales y se sintieran obligados a responder del cumplimiento (o no) de sus propuestas, del resultado de su gestión y, más en general, del sentido de sus propias palabras, probablemente la deriva que seguiría nuestra vida colectiva sería distinta.
Y, así, los que en plena noche electoral proclamaban, alardeando de políglotas, “hem guanyat, hemos ganado, we have won, nous avons gagné”, pocas semanas después alumbraban un argumento rigurosamente inédito en la historia de la teoría política: ese “hemos ganado, pero poco”, que tanto recuerda al “estar un poco embarazada”. O, por decirlo a su manera, “hemos obtenido un mandato democrático para iniciar el proceso de desconexión, pero no para culminarlo”. Está claro que a los independentistas quebequeses en su momento o a los escoceses hace poco les faltó creatividad para interpretar de esta misma manera el resultado de sus consultas y, ayunos de imaginación, pensaron que habían sido derrotados. Como hubiera dicho Joan Laporta: “Que n’aprenguin!”
La política catalana lleva ya demasiado tiempo abandonada al consignismo más desatado, al esloganismo más insustancial o, si se prefiere, a una dinámica en la que una nueva formulación publicística, más o menos eficaz, sustituye a la anterior sin que medie justificación alguna de la mudanza ni nadie se sienta obligado a reclamar explicaciones por ella. Más aún, se promueve de manera sistemática el olvido de los episodios anteriores por parte precisamente de quienes más los impulsaron.
Ya sé que a algunos la fecha del 9 de noviembre de 2014 les parecerá muy remota —especialmente a los que se obstinaron en convertirla en histórica—, pero tal vez sea éste un momento adecuado para plantearse preguntas como, por ejemplo, ¿cuál es el saldo político de aquel denominado proceso participativo?, ¿para qué sirvió?, ¿qué lección permitió obtener?, ¿alguien se atrevería a afirmar que su resultado proporcionó una fotografía fiel del sentir de la ciudadanía catalana? ¿No será más bien que en realidad todo aquel montaje estaba exclusivamente al servicio de que Mas pudiera afirmar ante los suyos que había cumplido su palabra “poniendo urnas”? Y, en ese supuesto, ¿qué juicio nos debería merecer tamaña movilización para semejante propósito?
En todo caso, quien debía responder a estas preguntas se ausentó del debate electoral en el que le habría tocado rendir cuentas y se refugió en un recóndito lugar de la lista, a cubierto de la demanda de responsabilidades. Ahora, instalado en el confort de la sala de máquinas de su partido, se dedica a matizar, reconvenir y proponer, incluso en sentidos muy distintos a los que defendía cuando estaba en el poder. Lo malo es que empieza a marcar tendencia entre los suyos (Rull parece mirarse en su espejo, en lo tocante a declaraciones contradictorias). Lo peor, que la ciudadanía catalana parece haberse acostumbrado a que, cuando llega la hora de la verdad, sus políticos se escaqueen.
Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona.
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