La música del cosmos
Slobodeniouk, Dohr y la Orquesta Sinfónica de Galicia surcan espacios sonoros en 'naves' de Ligeti y Strauss
La Orquesta Sinfónica de Galicia, dirigida por Dima Slobodeniouk, ha celebrado los dos conciertos de abono de viernes y sábado. El programa, especialmente atractivo, estaba compuesto por Atmosphères, de György Ligeti, y dos obras de Richard Strauss: su Concierto para trompa nº 2, en mi bemol mayor, y Así habló Zaratrustra, op. 30. Casi un homenaje a Stanley Kubrick (1928 – 1999) el fin de semana de la entrega de los premios Óscar. El cineasta neoyorquino utilizó la primera obra y fragmentos de la tercera en una de sus filmes más celebrados, 2001, odisea en el espacio (1968). A él debe Zaratustra una popularidad –incluso fuera de los aficionados a la música clásica- de la que había carecido hasta entonces.
Decir en 2016 que Atmosphéres es una obra maestra no deja de ser tan obvio como necesario. La complicada estructura y construcción de la obra permite una escucha sin esfuerzo. Siempre, claro está, que el aficionado tenga las ideas bien claras al respecto y no espere regalar sus oídos con una serie melodías pegadizas que cabalguen sobre ritmos sencillos y una sucesión de acordes ordenada según la armonía clásica.
La degustación de texturas y climas sonoros, el dejarse llevar de emociones puramente auditivas pero no discursivas, es otra forma de gozar de la música. A la que nadie está obligado; pero que nadie debería perderse por falta de oportunidad. Ningún melómano tiene por qué comprarse discos de clásica contemporánea, pero todos tienen derecho a que les sea ofrecida en la programación de una orquesta financiada con recursos públicos.
La versión de Atmosphères de Slobodeniouk y la OSG viajó desde momentos en los que la delicadeza del sonido fue como un poema tejido en encaje de Camariñas a otros en los que la aglomeración sonora de cuerdas y maderas y la potencia y redondez de las secciones de viento metal (extraordinarios trombones y tubas) parecían sugerir el estruendo de la procesión marítima del día del Carmen en ese u otro puerto pesquero de nuestra costa.
En todo momento se mostró la obra como el tejido tridimensional lleno de texturas tímbricas y dinámicas que es, haciendo que transcurriera con fluidez en la cuarta dimensión, el tiempo; que a más de uno se le hizo corto tanto el viernes como el sábado. Quizás porque, a su final, Slobodeniouk logró que se parara; lo mantuvo con la autoridad de sus brazos en alto tras los tres compases de silencio (creo que el sábado marcó cuatro) indicados en la partitura. Logro que conllevó el que tanto un día como otro el público ¡por fin! guardara el largo silencio requerido para gozar adecuadamente esa música.
Más de medio siglo después de su estreno, obras como esta merecerían, o más bien ya tendrían que estar en los estándares de escucha del público habitual de las salas sinfónicas. La buena, aunque no calurosa, acogida de Tranquil Abiding la semana pasada o de Atmosphères en esta permite albergar esperanzas en este sentido. A la insistencia en programar autores como Bruckner o Shostakóvich debemos que hayan acabado normalizándose en los hábitos de muchos aficionados. Solo una programación tan sistemática como prudente de la música contemporánea y una suficiente divulgación la integrará en las costumbres de muchos melómanos.
Stefan Dohr fue el solista invitado para interpretar el Concierto nº 2 de R. Strauss. Decir que al primer trompa de la Orquesta Filarmónica de Berlín le sobra técnica para superar con nota todas las tremendas dificultades de esa obra reflejaría una escucha solo superficial. Dohr, sobre todo, hizo música. Desde la superficie -solo aparente por su virtuosismo- de un Allegro inicial sembrado de trampas como un campo minado. También desde a la profunda belleza del Andante con moto central en el que sumerge al público sin posible resistencia con la complicidad, anterior a su attacca inicial, de las redes tendidas por cuerdas y maderas (gran solo de oboe, por cierto, de David Villa).
Y, finalmente, desde un Rondó de tres V: por lleno de viveza, virtuosismo ¡y verdad! Como la que entusiasmó al público que llenó el Palacio de la Ópera los dos días; especialmente a los jóvenes alumnos de las clases magistrales que generosamente ofreció durante la semana entre ensayo y ensayo. Generosidad que Dohr demostró también con el regalo de una propina tan infrecuente como bella: Apelle interstellaire, de Olivier Messiaen. La pieza forma parte de la composición Des canyons aux étoiles..., escrita para conmemorar la independencia de los EE.UU y estrenada en 1974. La forma como Dohr expuso sus efectos sonoros y sugerencias visuales casi descriptivas fueron otro homenaje a los profundos interrogantes del Cosmos.
El Zaratustra de Slobodeniouk y la OSG tuvo toda la grandeza contenida en la partitura del poema sinfónico de Strauss. El inicial Amanecer, la sección más conocida de la obra, tuvo el arranque lleno de una especial energía, que parecía llegada de las estrellas en el órgano tripulado por Ludmila Orlova. La llamada inicial de la trompeta de John Aigi Hurn pareció querer despertar al mundo de la oscuridad de unas ondas gravitacionales tan inaprehensibles como un sueño.
Los contrabajos fueron la imagen misma de esa oscuridad; los solistas de cuerdas lo fueron de la suave luz de la aurora; las sucesivas repeticiones del tema del amanecer por el corno inglés de Scott MacLeod y otros brillaron como destellos de esa luz reflejados en el agua. Toda la obra tuvo una gran tensión expresiva.
Pero fue en el vals -lanzado por el tutti e interpretado con gran vuelo danzante por el violín de Massimo Spadano- pareció girar en una especie de vórtice espacial que elevó al auditorio hacia el firmamento. Allí, las campanadas de la sección final fueron guía en la oscuridad y la música se disolvió en el silencio del que siempre nace y en el que siempre debe acabar. Como, otra vez, sucedió en las noches de un fin de semana que, en lo musical, fue entre mágico y cósmico.
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