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LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

La trastienda porno

En 1906, el Papa exhortó a los fabricantes de cerillas a que no incluyesen imágenes lascivas en sus cajetillas

Entrada del sex-shop Egea en la calle Diputació de Barcelona.
Entrada del sex-shop Egea en la calle Diputació de Barcelona. Joan Sánchez

Una de mis mayores aficiones en la adolescencia era buscar libros de lance. En esa edad en que todo es descubrimiento y sorpresa, los mejores momentos de la semana eran las visitas dominicales al mercado de Sant Antoni, las excursiones a la añorada Novecientos de la calle Llibreteria, o las horas perdidas rebuscando entre las estanterías de la desaparecida Canuda, o de Batlle en calle de la Paja. Otras veces me acercaba a las librerías de la calle Aribau como Studio, Castro o Gibernau. Contaban que por allí había un librero que durante el franquismo vendía clandestinamente revistas de sexo y libros de política, como si ambas cosas fuesen expresiones de una misma necesidad de libertad.

Tradicionalmente, en nuestro país la pornografía ha sido contrabando. Durante varias décadas, a la Inquisición católica y a los gobernantes de turno les pareció mal cualquier tipo de lubricidad pública. Los dibujos eróticos del pintor Ramon Martí i Alsina, las ilustraciones subidas de tono de Eusebi Planas, o el álbum Los Borbones en pelota de los hermanos Bécquer (Valeriano y Gustavo Adolfo), fueron contadas excepciones a lo que en París ya era de lo más normal. Lo contaba el diario Le Figaro en 1880, explicando que en la capital gala la palabra “pornografía” estaba en labios de todo el mundo: “Periódicos pornográficos, obras pornográficas, conferencias pornográficas, hasta las verduleras de las Grandes Halles decían, según un periódico, que iban a que les hiciesen la pornografía, por decir que iban a fotografiarse”.

En este lado de los Pirineos, las imágenes impúdicas se colaban por la puerta de atrás. Se vendían impresas en librillos de papel de fumar, barajas de naipes, o en formato postal. No fue hasta 1890 que aparecieron las primeras publicaciones como La Saeta, Barcelona Alegre o Vida Galante. En esos años, el diario El Siglo Futuro comenzó a denunciar una “epidemia pornográfica”, mientras La Unión Católica protestaba por “el indigno y vergonzoso comercio de láminas y folletos pornográficos que se hace en Barcelona”. Alarmado, en 1903 el gobernador dictó severas órdenes para la persecución de la pornografía. Se llegó a organizar una ronda con seis guardias municipales y un cabo para velar por la moral.

Por entonces, la capital catalana se estaba convirtiendo en uno de los centros productores de porno más activos del continente. En 1906, el propio Papa exhortó a una comisión barcelonesa de fabricantes de cerillas a que no incluyesen imágenes lascivas en sus cajetillas. En 1913, la prensa norteamericana se quejó del gran volumen de publicaciones concupiscentes procedentes de Barcelona. El ministerio de la Gobernación dictó una Real Orden para acabar con las revistas obscenas, lo cual ratificó el rey Alfonso XIII que, bajo mano, encargaba películas pornográficas a los hermanos Baños. Pero lejos de desaparecer, esta industria aumentó tras el estallido de la Primera Guerra Mundial. En 1914, solo en una redada se confiscaron 12.000 libros libidinosos escritos en varios idiomas.

Coincidiendo con la aparición del Barrio Chino, la pornografía llegó a las librerías. En 1923 fueron multadas por ello las de Benito Sirvent, la Librería Francesa o la Vilella. Un año más tarde, el delegado del obispo y la junta de protección a la infancia destruyeron en la delegación de policía de la plaza Regomir más de 5.000 ejemplares de la Biblioteca Gamiani (bautizada así por la novela de Alfred de Musset Gamiani o dos noches de excesos), y 3.500 ejemplares de Sor Sicalipsis, la novela del sacerdote renegado Segismundo Pey-Ordeix. En 1926 se llevó a juicio al novelista Alvaro Retana por publicar una novela erótica, y poco después el librero Salvador Egea Segura abría puesto en el mercado de Santa Madrona, junto a Drassanes. En 1930 se le impusieron en pocos meses cuatro multas por vender material sicalíptico. Este profesional de la venta bajo mostrador también abriría la librería Egea de la calle Aribau, aquella cuya leyenda afirmaba disponer en la rebotica de una mesa con pornografía, dotada con un dispositivo mecánico que si llegaba la policía desaparecía.

El hijo del señor Egea se estableció por su cuenta en 1949, siguiendo el camino paterno. Sufrió varias detenciones, y en agosto de 1953 le clausuraron la parada. Muerto el padre, cuando trasladaron el mercado de Santa Madrona a la calle Diputació, amplió el negocio a cuatro paradas. En 1969 cayó en una redada junto a sus socios: un quiosquero de la calle Castillejos, otro que compraba revistas a los marineros que llegaban al puerto, y un tercero que las ciclostilaba. Las cosas cambiaron en 1977, cuando Egea abrió la Librería Sexológica 222 en la calle Diputació. Y más tarde el actual Sex Books Egea, que en 1985 sufrió un atentado con bomba de la extrema derecha.

Hoy no parece que tal cosa hiera la sensibilidad de nadie, aunque la historia de aquella mítica trastienda me trae a la memoria recientes ataques a la libertad de expresión, cuando un poema con la palabra coño parece molestar a aquellos que la tienen muy fina (la piel).

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