Vidas más allá de los focos
El grupo italiano Talco llenó Razzmatazz en una noche espectacular
Al margen de todo, sin hacer ruido aparente, nadando debajo de la superficie, sin que nadie, excepto los peces, los detecte. Se llaman Talco, son de la zona menos veneciana -por turística- e histórica de Venecia, de Marghera, donde otrora reinara el paludismo, y así, como los desheredados que se niegan a desaparecen por no vivir bajo los focos, Talco llenó el Razzmatazz la noche del sábado. Público alternativo, ese que como Talco vive a ras de superficie, rara vez considerado excepto cuando se trata de estadísticas de consumo de cannabis, desocupación o sobre el escaso impacto del imperio Inditex en sus vestimentas, en esta ocasión se sintió protagonista absoluto de una fiesta con marcado tinte ideológico donde permanecer como mero observador resultaba imposible. Lo físico se impuso.
Talco no es un grupo que haya inventado la rueda, algo por otra parte en absoluto necesario. El sexteto italiano propone una mezcla de punk, ska y patchanka de obediencia Mano Negra que expone a toda velocidad y que alcanza el momento de jolgorio con la irrupción de la trompeta y el saxo. Es entonces cuando el himno de resonancias beodas explota, cuando la multitud tararea a pleno pulmón la línea melódica de los metales. Algo así, salvando todas las distancias y tomándolo sólo como lejano punto de referencia, como cuando los patriotas tararean un conocido himno sin letra. Por cierto, las únicas banderas presentes en la sala eran la republicana, alguna roja y aquellas alegóricas al St Pauli, equipo de Hamburgo que juega en la Bundesliga 2 cuyos jugadores saltan al campo de fútbol bajo los acordes del Hell Bells de AC/DC y cuya ideología tiene corte izquierdista y antifascista. Ni que decir tiene que cuando sonó el tema dedicado al club, St Pauli, al comienzo de la noche, en cuarto lugar, la sala, literalmente, explotó.
Y todo fue un pogo (baile no pautado que consiste en moverse frenética y espasmódicamente no rehuyendo el contacto físico). Pero es que además, estas coreografías anárquicas estaban marcadas un aclarado que dada lugar a un círculo despejado de personas que los danzantes establecen en la pista y que se cierra mediante una especie de carga concéntrica de infantería cuando llega el momento, por lo general indicado por el instante más rítmico de la pieza o bien por el estribillo. Esta práctica tiene una desventaja para el promotor, ya que el aforo de la sala ha de controlarse para que la densidad de ocupación no impida los movimientos, y una ventaja visual, consistente en ver un enorme círculo limpio de polvo y paja justo donde instantes antes sólo había cabezas y cuerpos en éxtasis danzarín. Lo dicho, un espectáculo de tomo y lomo.
Atendiendo a todo ello bien podría suponerse que las medidas de seguridad debían ser extremas. Nada más lejos de la realidad o, mejor dicho, haberlas las hubo hasta que en consonancia con la ideología del grupo, que no quiere exista distancia entre ellos y su público como ocurre en los conciertos convencionales, su cantante, Dema, solicitó se retirase la seguridad que protegía el escenario. Nada pasó, nadie quiso subir al mismo para practicar el salto de cabeza a la platea con la esperanza de ver amortiguado el golpe por el público. Nada ocurrió en esta, ¿la primera vez?, en la que en una sala de conciertos se retire voluntariamente la seguridad por indicaciones del artista. Y por cierto, de bises nada de nada. ¿para qué perder el tiempo en salir del escenario cuando todo el mundo sabe que el grupo volverá?. El concierto duró hora y media clavada y al final todos felices a casa riendo con la canción que mientras Talco saludaba sonaba por indicación del grupo: "Hay que venir al sur", de Rafaella Carrá. Una juerga.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.