Cien días para Puigdemont
El Puigdemont A se propone gustar a quien sueñe con la independencia y el Puigdemont B a quienes no están para rupturas
La aparición presidencial de Carles Puigdemont al frente de la Generalitat en cierta manera ha vitaminado un júbilo soberanista que se estaba mustiando. Algunos de los opinantes secesionistas más ajenos al sentido del ridículo han considerado que Puigdemont es como un milagro que ha salvado los muebles del proceso independentista. Otros han subrayado su capacidad visionaria. En un tono distinto, existen quienes cifran sus esperanzas en la simpatía del nuevo President. Tal vez sea una readaptación vital del célebre talante que le aseguró a Rodríguez Zapatero un plácido aterrizaje en La Moncloa. Pero cuesta saber qué importancia tiene la simpatía en situaciones como la actual. Más bien se trataría de tener confianza en la capacidad de liderazgo, el respeto al fair play, el sentido institucional, cierto conocimiento del Estado de Derecho, una eficacia en la gestión y una claridad no engañosa en sus objetivos reales. Y a ser posible, cierta magnanimidad y afán de grandeza al servicio de una sociedad polarizada. Si es simpático, pues mejor, pero la verdad es que a nadie le interesa saber si Enric Prat de la Riba era simpático o no. Lo que sabemos de Prat es de su tenacidad, su compromiso responsable y no dejarse llevar ni por la épica ni por la hagiografía.
A primera vista, Puigdemont pretende lanzar sucesivos mensajes que logren complacer a todos. Es propio de esos cien días de estado de gracia que se permiten a los gobernantes cuando inician su mandato. En su discurso de investidura fue implacable en los objetivos y el calendario de la desconexión con España. Pocos días después parece renunciar al plazo sagrado de los dieciocho meses y no se muestra dispuesto a una declaración de independencia unilateral. ¿A qué Puigdemont ha de escuchar el ciudadano, sobre todo el ciudadano harto de ambigüedades y juegos malabares con la vajilla familiar?
Según lo vemos, el Puigdemont A se propone gustar a quien sueñe con la independencia y el Puigdemont B a quienes no están para rupturas. Pero no es fácil que convenza a todos. Y de ahí el valor —virtual seguramente— de su simpatía. De todos modos, solo con simpatía uno no da nuevo impulso a la secesión ni la desarticula, al menos tal cómo la formuló Mas, con un partido en trance de extinción y la oposición de más de la mitad del electorado. Quizás sea esta una versión autóctona de los dos pasos adelante y uno hacia atrás, según Lenin, o una adaptación casera del "reculer pour mieux sauter". Más augural es la tesis de que Puigdemont es un cripto-moderado que intentará recomponer lo descompuesto por la inflexibilidad política de Mas.
Es significativo el acceso al poder político y mediático de figuras vinculadas —como Puigdemont— a la Agència Catalana de Notícies, que tiene financiación pública aunque sus logros de ámbito prioritariamente comarcal no sean del conocimiento de la gran mayoría de contribuyentes. Tendrán que pasar los días —a lo mejor no muchos— para poder verificar si Puigdemont cuenta con una nueva élite de poder, su gobierno de los mejores, con la intermediación ostentosa de ERC. Pero es que en el propio currículum de Carles Puigdemont no abundan referencias claras no ya para considerarlo un milagro o un visionario, sino para avalarle como gestor de complejidades o para administrar el día a día presupuestario del entramado institucional autonómico.
Salvo en vagas promesas sociales según el guion de la CUP, salvo clonar la argumentación de Artur Mas y hacer una cita insondable de Gaziel, el discurso de investidura del nuevo presidente de la Generalitat dejó Cataluña al margen de las grandes cuestiones que atañen a la ciudadanía, quiera o no, tanto las que se refieren al temario conflictivo de la Unión Europea, las perspectivas económicas a pesar de la desaceleración del crecimiento, nuevas tecnologías, globalización, nuevos mercados para las empresas catalanas, garantías para el inversor, el precio del petróleo, reforma educativa, la crisis, la postcrisis y, por supuesto, todo lo relativo a esa España de la que Cataluña todavía no ha desconectado.
En realidad, la desconexión más evidente con la investidura de Puigdemont, y con los riesgos de la secesión y la sumisión de Convergència a la CUP, es la de la clase media catalana, huérfana de liderazgo y de representación política, desconcertada. Comienzan los cien días de Carles Puigdemont, siempre y cuando la CUP no se reúna en asamblea y decida lo contrario.
Valentí Puig es escritor.
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