Anguilas, manifiesto inconveniente
Oasis de la gastronomía primitiva, rural y litoral no es un manifiesto subversivo
Comer anguilas es uno de los detalles que puntúan el relato de la tribu invisible que nos merodea en las grandes celebraciones folclórico-gastronómicas insulares. Tiene algo de litúrgico y de desafío.
En algunos lugares aparecen en la actualidad de los menús desde el frío, con un viento que brama, acaso una escasa lluvia para nada festiva y siempre impertinente. Se montan fuegos y se hacen ruidos a los dioses para atizar el hambre, siempre en sacrificio pagano.
En las puertas del invierno surgen las angulas como alimento para una oportunidad, ocultas en sarcófagos de museo de las espinagadas, que coinciden con el bullicio de Sant Antoni de sa Pobla y muchas cercanías y lejanías. En la coca tapada se esmeran manos finas y hábiles.
Pero también son relevantes las preparaciones diversas: fritas, en guiso, estofadas, en escabeche, ahumadas –ojo, sin piel ni espinada, encurtidas, con carne blanca, grasa y fina sobre pa amb oli amb tomàtiga — decorando el arroz volcánico, compiten bien con los tropiezos de patatas. Habitan entre la pasión confesional y el rechazo existencial. No hay término medio. La abstención no se castiga ni recrimina, pero no caben las medias tintas, ni la cata distante. O anguila o menú infantil para los invitados al festín que son disidentes.
La probable incorrección de la degustación proviene de los atavismos previos a la aparente modernidad establecida por la comodidad, el orden y la educación. La pesca y la degustación es mera necesidad, el depredador litoral usaba para sus subsistencia los manjares más cercanos.
Ciertas anguilas eran lanzadas a los pozos y cisternas de las casas, según un ritual sin certezas para atacar, decían, las larvas de mosquitos
Una anguila, a mitad de camino entre el gusano repugnante y la peligrosa y enigmática serpiente, es otra duda entre pez y reptil, habitante del mar salado y del agua dulce. Desde las aguas calmas de las albuferas y del final casi pantanoso de las torrenteras migran hasta los confines intercontinentales. Nacen en las lagunas de tierra firme y ponen rumbo hacia las zonas legendarias y de olas enormes del océano Atlántico para retornar a criar, morir o ser cazadas y comidas en sus lugares de origen.
A veces, muchos ejemplares acudían de manera automática a la costa, con los aguaceros, en la calor. Así, eran pescados los días de chubascos veraniegos que arrastraban la tierra al mar y lo tintaban de chocolate. Ciertas anguilas eran lanzadas a los pozos y cisternas de las casas, según un ritual sin certezas para atacar, decían, las larvas de mosquitos de las que se alimentaban.
Esos monstruos ocultos de las casas, las serpientes privadas que navegaban entre el agua de beber, a veces salían a las calles y las casas cuando los chubascos descomunales desbordaban la capacidad de los algibes, pilas y sondeos. No era habitual, pero lo explicaban los viejos gurús de los casinos, que rememoraban leyendas y mitos locales. También, al vaciar para limpiar y blanquear las cisternas, las anguilas enormes, sin vista, se enrollaban resistentes en las jarras caídas al culo de la poza de la reserva.
Una versión comestible y devastadora de esas momias y bestias, son las angulas, las mínimas anguilas, las crías, capturadas en las bocanas de ríos y albuferas, cuando parten para crecer. Son sacrificadas al tabaco, guisadas con poco fuego, disfrazadas, alcanzan una vida superior. Otra cosa, otra causa, una agresión ecológica y un insulto a la cartera.
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