“Volem ser un país anormal”
Acaso sea el momento para reflexionar sobre lo que ha comportado tan extraordinaria aceleración de la política catalana
Dentro de un mes, el 20 de diciembre, tendrán lugar en España elecciones generales. Con ellas se cerrará definitivamente una legislatura que se había iniciado cuatro años atrás, en noviembre de 2011. En ese mismo lapso de tiempo en Cataluña hemos tenido dos elecciones al Parlament (ambas anticipadas, por cierto) y un simulacro de referéndum. Tal vez, enredados como estamos todos en un día a día convulso, resulte de utilidad recordar estos datos, tan simples como conocidos, pero que pueden cumplir la función de destacar un rasgo importante de nuestra situación que a menudo tiende a pasar desapercibido (o a no ser suficientemente destacado).
Está claro a estas alturas que el eslogan “tenim pressa” que tanto se han dedicado a repetir los independentistas no manifestaba un mero deseo por alcanzar cuanto antes la meta soñada, una impaciencia juvenil por satisfacer sin demora sus deseos, sino que mostraba, al trasluz, el sentido profundo de su estrategia, la razón última por la querían imprimir un ritmo tan alto a sus actuaciones (y que, detalle importante, no tienen la menor intención de abandonar: si sus planes se cumplieran, en 18 meses los catalanes seríamos convocados de nuevo a las urnas, sin excluir a día de hoy que se puedan repetir elecciones en el próximo marzo).
La velocidad a la que se ha ido desarrollando el procés en ocasiones dificulta valorar cada uno de sus pasos con el suficiente sosiego y la oportuna distancia. Todo ha ido muy deprisa (recuerden: se negoció —y se dio por descartado— ¡en una tarde! un posible pacto fiscal), y no ha habido día en estos años que no trajera aparejado un nuevo sobresalto. Propiciar el aturdimiento en la ciudadanía catalana ha sido algo claramente inducido desde el poder, que necesitaba mantener en un alto grado de excitación a los suyos. Para ello, hacía falta convertir lo que era un estado de cosas contingente (la mayoría absoluta del PP), con fecha de inicio y de caducidad, en destino, en situación histórica irreversible, fatal. De esta manera, el eslogan podía difundirse como si se tratara de la descripción de una evidencia: con España no hay nada que hacer.
Acaso sea el momento en el que estamos, a la espera tanto del desenlace de las generales (en las que, con toda probabilidad, el PP, hasta en el caso de que se alzara con la victoria, no revalidaría la mayoría absoluta) como de saber si Mas puede formar gobierno, el adecuado para reflexionar sobre lo que ha comportado tan extraordinaria aceleración de la política catalana, los eslóganes que han ido decayendo y las ideas-fuerza de recambio que se han puesto en circulación. Así, se ha dejado de hablar del volem votar (imagino que porque a estas alturas sonaría a sarcasmo) o de “dret a decidir”, entre otras razones porque la fuerza mayoritaria en el Parlament entiende que ya hemos decidido y que ya solo toca la ratificación, llegado el momento, del texto constitucional de la nueva república catalana.
Como es lógico, el abandono de tales consignas comporta el de otras, en cierto modo complementarias, y la necesidad de sustituir estas últimas por unas nuevas, adecuadas a la actual circunstancia. Pienso en concreto en aquella frase que podía leerse en muchas pancartas colgadas en los balcones de las ciudades y pueblos de toda Cataluña: “volem ser un país normal”. Es cierto que cuando se le inquiría a algún independentista por cuáles eran esos países supuestamente normales la relación que solía presentar era en extremo exigua: “Escocia, Quebec...”, respondía, intentando insinuar que eran los primeros de una larga lista. En el instante en que se le reclamaba algún nombre más quedaba en evidencia que no los había, y que esos dos países constituían la excepción, y no la regla, en el concierto internacional.
Pero el giro tomado por la política catalana tras el 9-N nos aleja por completo incluso de esos dos casos. Ya no cabe afirmar que lo que se está intentando hacer aquí tiene precedentes, al menos en países con los que nos gustaría homologarnos. Ahora nos encontramos ante unas propuestas de todo punto excepcionales, anómalas. Se impone adaptarse a tan inédito escenario. Por lo pronto, una primera medida parece poco menos que obligada: hay que cambiar la leyenda de las mencionadas pancartas y sustituirla por otra, más acorde con la nueva situación. Sugiero este texto: "Volem ser un país anormal".
Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona.
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