_
_
_
_
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Prostitución ‘voluntaria’

En la revocación de la sentencia del ‘caso Saratoga’, el Supremo reconoce que las mujeres se prostituyen por factores sociales, pero que eso es irrelevante. Lo que cuenta es que, “jurídicamente”, están allí porque quieren

José María Mena

Siendo la prostitución una práctica multisecular, frecuentemente se argumenta que es inútil su abordaje por los poderes públicos porque siempre ha sido así, y así será. Este fatalismo era criticado hace poco por Iñaki Gabilondo, diciendo que “también la esclavitud fue considerada durante siglos una práctica integrada en la lógica de la vida, y no digamos en la lógica económica”. Tanto es así que todavía nuestra primera Constitución democrática, en 1812, en su artículo 5, reconocía la existencia de la esclavitud, otorgando la condición de españoles a “los hombres libres, y a los libertos desde que adquieran la libertad en las Españas”. La esclavitud perduró en la provincia española de Cuba hasta la ley de 13 de febrero de 1880, cuando ya habían pasado 17 años desde la abolición americana de Lincoln. Tiene razón Gabilondo, debería llegar un día en que se hablase de la explotación de la prostitución en pretérito.

Hoy, el ejercicio libre de la prostitución no puede conllevar reproche alguno, moral ni penal, de los poderes públicos. Y en el extremo opuesto, el sometimiento coactivo, físicamente violento, a una persona para que se prostituya en beneficio del agresor, merece el más severo reproche moral y penal. Entre ambos espacios de plena libertad y plena opresión hay un ámbito inacabable de supuestos.

Uno de los más característicos es el de la industria prostibularia, basada en la aceptación de las personas prostituidas, aceptación derivada generalmente de violencias precedentes, indefensión y carencias económicas o sociales. A estos supuestos se refería el Código Penal al castigar al que “se lucre explotando la prostitución de otra persona aún con el consentimiento de la misma”. Con base en esta previsión penal se inició en Barcelona una compleja y prolongada investigación judicial que descubrió una múltiple implicación de policías y responsables en los macroburdeles Riviera y Saratoga, en Castelldefels.

Las mujeres explotadas en esos prostíbulos no eran impelidas a acostarse con los clientes mediante fuerza física, pero sufrían una situación de indefensión sociológica y un régimen de disciplina laboral rigurosamente coactivos, con todo lo que pudiera tener de depresivo para la dignidad personal. Debían permanecer allí durante todo el tiempo de apertura al público (desde las 17 horas hasta las cuatro de la madrugada); las alojadas, que pagaban 80 euros por dormir y por la alimentación durante ese horario, no podían disponer de su cuarto, pues todos rotaban en la atención a los clientes; los servicios se prestaban obligatoriamente según las indicaciones del club.

Según la Audiencia de Barcelona las mujeres no eran efectivamente libres. Su explotación era delictiva

Según la Audiencia de Barcelona las mujeres no eran efectivamente libres. Su explotación era delictiva. Dictó una severa sentencia, que además constituía una ejemplar advertencia para otros sórdidos negociantes prostibularios, y sobre todo para otros funcionarios eventualmente proclives a la corrupción.

El Tribunal Supremo tenía varias posibilidades de interpretar la ley aplicable. Pudo hacerlo como la Audiencia de Barcelona, pero, con una deplorable frialdad tecnócrata, prefirió revocarla, dando al traste con aquella ejemplar condena. Reconocía el Tribunal que en la inmensa mayoría de los casos, las mujeres que hallan el modus vivendi en el comercio sexual con el propio cuerpo, proceden de medios marginales en extremo, con preferencia del llamado Tercer Mundo. Reconocía que estarían, con toda probabilidad, movidas por una necesidad de carácter socioeconómico, y que esto también las hacía especialmente vulnerables. Reconocía igualmente la disciplina empresarial y los pormenores de su rigor. Pero como no hubo acciones violentas, intimidantes o de abuso de autoridad, todo lo demás era, para el Tribunal Supremo, irrelevante. Las mujeres que prestaban allí sus servicios, aunque movidas por condicionamientos socioeconómicos, habían acudido al club “de forma jurídicamente voluntaria”.

Veamos qué quiere decir con esta retorcida frase. Quiere decir el Supremo que no estaban en los burdeles voluntariamente, según criterios sociales, económicos y psicológicos, pero que eso es irrelevante. Para él, estaban de forma voluntaria “jurídicamente”, y por lo tanto no eran explotadas, y por lo tanto sus explotadores no delinquieron, salvo algún delito menor por sobornos o propinas a policías corruptos. Con esta escandalosa suplantación de la realidad verdadera por la realidad jurídica, el Tribunal Supremo escandaliza a los vecinos de Castelldefels y a la inmensa mayoría de funcionarios policiales honestos, incentiva las peores prácticas empresariales, desbarata los esfuerzos contra una de las formas más odiosas de violencia contra la mujer y desprotege a las mujeres más desvalidas del Tercer Mundo pese a reconocer que son especialmente vulnerables. Enhorabuena, señorías.

José María Mena fue fiscal jefe del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_