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la crónica

Hablar de arquitectura

"Hay cierta desconexión entre el arquitecto que habla de sus cosas y la percepción de la ciudadanía”, comenta Fabrizio Barozzi

Tomàs Delclós
Alberto Veiga y Fabrizio Barozzi, quien sostiene una imagen del auditorio ganador del premio Mies van der Rohe.
Alberto Veiga y Fabrizio Barozzi, quien sostiene una imagen del auditorio ganador del premio Mies van der Rohe.massimiliano minocri

En los reportajes de interiorismo acostumbramos a ver unas estancias insólitamente limpias y ordenadas donde nunca están sus habitantes para explicarnos lo bueno, y lo malo, de aquellas preciosas habitaciones. Sin ningún testimonio que arruine el relato que ha elaborado el diseñador o arquitecto, estos espacios sin rastro de vida tienen algo de increíble. Hay excepciones brillantes a este hábito. Por ejemplo el documental Koolhaas Houselife, sobre una famosisima y admirable casa levantada por el arquitecto holandés en Burdeos. La singularidad del filme de Beka y Louise Lemoine es que quien muestra la casa es la mujer de la limpieza y lo hace entre la admiración por algunas soluciones y alguna que otra perplejidad sobre las mismas.

El mes pasado, se celebró el 48H Open House de Barcelona, que abre un fin de semana cerca de doscientos recintos (desde pisos a oficinas o edificios singulares) para que puedan visitarlos el público en general. En muchos casos, particularmente en los lugares históricos, la visita es guiada por un voluntario que da los cuatro datos básicos para entender la relevancia de aquel espacio. Sin embargo, en algunos pisos o locales quien recibe es su habitante o propietario. Fue el caso, por ejemplo, de las oficinas de La Casa por el Tejado, empresa que inserta áticos ya fabricados en las terrazas de edificios que tienen disponible superficie edificable. Un ingenio constructivo verdaderamente novedoso. Uno de los socios de la empresa paseaba a la comitiva de ciudadanos curiosos, en el mejor sentido de la palabra, por la instalación y explicaba con legítima pasión los aspectos centrales del proyecto: desde la apuesta de ahorro energético a la rehabilitación que hacen del edificio o el diseño de espacios comunitarios, como una azotea más vivible.

Pero la sorpresa por mi parte fue que al visitar el estudio de los arquitectos Fabrizio Barozzi y Alberto Veiga, recientes ganadores del premio internacional Mies van der Rohe por su auditorio de la Filarmónica de Szczecin (Polonia), quien esperaba a los sucesivos grupos de visitantes anónimos que acudían allí sin más trámites que una discreta cola en la calle era... el propio Barozzi. Aquí no había ni tan siquiera el hipotético beneficio de una publicidad gentil porque su estudio, a pesar de estar en Barcelona, nunca ha trabajado en la ciudad y la mayoría de sus proyectos proceden de concursos internacionales en el extranjero (museos, bloques de viviendas sociales, auditorios, recintos universitarios, etc). Barozzi, tras describir someramente el piso del Eixample donde se halla el estudio, fue mostrando maquetas de los trabajos ya realizados y de algunos concursos pendientes, como un museo de arte contemporáneo en Qatar. Explicaba, con un lenguaje sin guiños gremiales, los diálogos que intentaban establecer sus edificios con el entorno. Es muy distinto, por ejemplo, un museo en una área ferroviaria que en una ribera. Cuando mostró imágenes del auditorio polaco, un edificio blanco vidriado (“Un gigantesco monolito de cumbres escarpadas y piel translúcida”, según Alberto Peñalver en Experimenta) que se ilumina de blanco desde el interior, una visitante hizo una pregunta que quizás no habría hecho un especialista: “¿Y lo vais a iluminar como la torre Agbar?”. Era más pertinente de lo que parecía porque resulta que se ha tratado de una cuestión polémica. Ésta era la intención del cliente que, finalmente, tras acordarlo con los arquitectos solo lo vestirá de colorines tres días al año.

Como han escrito los arquitectos Agnieszka Stepien y Lorenzo Barnó (La Ciudad viva) “los arquitectos no nacemos tan pedantes como luego se nos ve. El problema es que, durante la carrera, por culpa de una absurda costumbre de hablar de la manera más compleja posible, nos volvemos un pelín insoportables”. Es el prestigio cultural que da lo abstruso. No es el caso de Barozzi, que todavía está sorprendido por el éxito de aquellas visitas. “No me esperaba ni tanta gente ni tan diversa. Para nosotros mostrar nuestro despacho era una ilusión porque no somos de aquí, trabajamos fuera y era una manera de acercarse a la ciudad y explicar lo que hacemos”. Sobre la dificultad de hablar de arquitectura fuera del círculo gremial, Barozzi lo resume diciendo que el problema “es que hablamos sólo para arquitectos y damos por hecho de que la población ha de saber de qué hablamos. Hay cierta desconexión entre el arquitecto que habla de sus cosas y la percepción de la ciudadanía”. No fue así en aquella visita, un verdadero ejercicio de conversación con los vecinos.

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