Savater y la imaginación
Hay que adaptar la Constitución a la a realidad social que España misma ha engendrado, no en comunidades periféricas y díscolas y remotas, sino dentro de sí misma
Confieso que la columna de Savater del sábado pasado, Gran Vía, me hizo soltar un bufido de impaciencia, un gesto de desaliento y algún taco. A mis tacos ya estoy acostumbrado, al desaliento no me he acostumbrado nunca pero menos aspiro todavía a impacientarme por culpa de Savater. La culpa ha de ser mía, agravada por la inverosímil sintonía de su artículo con el artículo mesopotámico de Ignacio Camuñas, así que intento entender por qué le parece un dislate abordar una reforma constitucional que incluya la revisión de la Administración territorial junto a unas cuantas revisiones más.
Puede que sea tan perfecta la Constitución que haya sobrevolado danzarinamente en los últimos 40 años por las sucesivas oleadas de bichos y niños nuevos que, además, crecen. Pero puede que tampoco sea un sinsentido que alguien ponga la estructura jurídica, política y territorial del Estado en la hora en la que viven sus ciudadanos viejos, medios y nuevos, y no en la hora en que se fraguó la Constitución, bajo la sombra viva del franquismo y bajo impulsos redentores de los que por fortuna nos hemos olvidado todos.
Pero hay más argumentos, y los hay de personas no exactamente podemitas, como Francisco Rubio Llorente. Repetimos siempre el mismo nombre por falta de imaginación, pero son muchos más los juristas que la han propuesto con argumentos políticos y jurídicos. Y no proponen una sino muchas, y no hay un solo dictamen sino varios, y nadie tiene la solución mágica (aparte de quedarse quieto porque no pasa nada), pero sí tienen disposición a examinar qué se puede tocar, cómo paliar las demandas justas, o justificables racionalmente, cómo reordenar un poco mejor lo que ha evidenciado que funciona sólo en parte, y en otra parte funciona mal, escandalosamente mal, como el Senado mismo es una caricatura de Senado.
Esa evidencia no luce porque haya centenares de miles de catalanes que salen cada año a escandalizar por las calles sino porque cuando se inventó el Senado no hacía falta Senado alguno porque aún no había crecido el Estado de las Autonomías como ha crecido ahora, ni existía nada parecido a la realidad social que España misma ha engendrado, no fuera de sí misma, en comunidades periféricas y díscolas y remotas, sino dentro de sí misma y en el centro del corazón del Estado, no fuera.
El cambio real lo ha engendrado la realidad combinada de los poderes, incluidos los de tiempos recientes, con una nefasta gestión de la mayoría absoluta del PP y un Gobierno en mayoría exigua, el de la Generalitat, que bracea en el mar de la independencia con la máscara de Raül Romeva a flote para no ahogarse en el descrédito, la corrupción y la auténtica parálisis de los últimos cuatro años y pico.
La Constitución, tal como está, sirve perfectamente para cambiar esos gobiernos: con un poco de suerte, sirve para cambiarlos a los dos
La Constitución, tal como está, sirve perfectamente para cambiar esos gobiernos: con un poco de suerte, sirve para cambiarlos a los dos. Pero el problema seguirá ahí. Se puede sin duda pasar por alto el asunto, pero se puede también traerlo más abajo, y pensar que una estructura más expresamente federal podría mitigar parte del fondo de descontento legítimo.
Sospecha Savater que ningún independentista estará contento con cualquier reforma y sospecha que incluso un porcentaje de catalanistas no lo estarán tampoco. Eso, por fortuna, es verdad: esa verdad es el principio para contentar justamente a todos los demás, exceptuando a quienes seguirán dispuestos a perpetuar su enfado se haga lo que se haga, tanto en la Cataluña independentista como en la España españolista. Ambos son exactamente el enemigo común que tiene la propuesta de adaptar a la realidad social de 2015 la Constitución de 1978. Coger esa reforma por el lado de su inconsistencia o su banalidad equivale a deducir que la reforma constitucional habría de ser un placebo para descontentos pueriles. Pero nada me extrañaría ver en cosa de meses, cinco, seis, siete, al PP diligentemente entregado a los trabajos de las correspondientes comisiones para la reforma constitucional.
Quizá sólo son imaginaciones mías, pero tengo la impresión de que las relaciones entre los poderes del Estado y los poderes públicos en Cataluña son manifiestamente mejorables. Pero como puede ser sólo cosa mía, otros prefieren que todo siga igual: al menos, así, pronto perderemos de vista esa prolongada boqueada final que vive la feliz ataraxia gubernamental del PP.
Jordi Gracia es profesor y ensayista
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