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Enigma resuelto en Los Jerónimos

El destino incierto de los restos del general Francisco Serrano, jefe del Estado, Regente y enemigo jurado del general Juan Prim, culminó en el templo madrileño

Cenotafio donde descansan los restos del general Serrano, primer Duque de la Torre en la Iglesia de los Jerónimos.
Cenotafio donde descansan los restos del general Serrano, primer Duque de la Torre en la Iglesia de los Jerónimos.Santi Burgos

De los numerosos enigmas que los muros de Madrid escondían, el más críptico fue quizás el concerniente al paradero de los restos de una de las personalidades más relevantes del siglo XIX en España: el Capitán General, ministro, jefe de Gobierno, Regente y Jefe del Estado Francisco Serrano y Domínguez, primer duque de la Torre. Durante décadas no hubo certeza sobre su localización exacta. Muerto en la madrugada posterior al día en que falleciera prematuramente Alfonso XII el 25 de noviembre de 1885, el óbito del general Serrano quedó eclipsado por el deceso del monarca, pese a la importancia política y social alcanzada por quien destronara a su madre Isabel II en 1868 en la revolución llamada Gloriosa, por él mismo capitaneada, y se encumbrara luego como autoridad suprema durante la Primera República.

Se sabe que tras su muerte y la del Rey Alfonso, premonitoriamente anunciadas por el propio Serrano, su cadáver fue velado en la iglesia de los Jerónimos para ser sepultado en el nuevo cementerio de San Sebastián, hoy desaparecido y entonces situado en el área de Méndez Álvaro. Años después, en 1897, vencida la inicial resistencia de la  Regente María Cristina de Habsburgo, sus restos mortales, exhumados del camposanto de San Sebastián, conducidos sobre una historiada carroza fúnebre y un armón custodiado por gastadores del arma de Caballería, fueron a parar a la iglesia de San Jerónimo el Real, escenario de bodas reales y fastos cortesanos desde 1506 hasta nuestros días.

Allí precisamente, en la primera capilla del lado de la epístola, de la decena de cubículos paralelos que jalonan la nave del templo, cabe contemplar hoy, desde 1897, un monumento funerario mural sellado y sin accesos, dedicado a la memoria de Francisco Serrano: “Al primer duque de la Torre”, reza en letras góticas una historiada cartela. Pero durante décadas, no hubo certeza de que sus restos mortales permanecieran allí. “Cuando hicimos las obras hace seis años, se intervino en esa capilla, en cuyo subsuelo se situaría una importante instalación de calderas; fue entonces cuando creímos que no había tal enterramiento”, explica el párroco de Los Jerónimos, Julián Melero, que lleva 13 años al frente de la parroquia madrileña. “Además, el cenotafio no tenía ni tiene acceso a ninguna cámara mortuoria, porque toda su superficie está sellada”, precisa.

Francisco Jurado, arquitecto conservador del templo, aporta sin embargo luz sobre el asunto: “Recuerdo que entre los años 1985 y 1986, cuando levantamos el zócalo exterior de la iglesia en la fachada a poniente, estuvo a punto de derrumbarse parte del muro y apareció un arco bajo el cual surgía un hueco. En su interior se veía algo parecido a un ataúd”, asegura. Jurado recuerda que dijo a los operarios que faenaban en el paramento: “Ojo, cerrad ahí a ver si se nos va a venir encima el duque de la Torre”. Pero el arquitecto no puede precisar ya que no tocaron nada sino que se limitaron a sellar el muro, paredaño con el cenotafio sin acceso exterior hoy existente.

Un cenotafio sellado de Mariano Benlliure

El cenotafio del general Serrano fue obra de Mariano Benlliure, el mejor escultor de su época; consta de cuatro grandes flores de lys y otros tantos pináculos, ornamentado asimismo el conjunto mural con el escudo de armas del duque. El blasón se ve cruzado por el Toisón de Oro, el gran collar asignado a los nobles, que la fuera otorgado en 1862 junto con el título de duque de la Torre por la reina Isabel II, como recompensa por haber reprimido la sublevación del cuartel de San Gil. Su fama dio nombre a una de las calles más relevantes de Madrid, la de Serrano, eje del barrio de Salamanca, donde él residiera en un palacete esquinero de la calle de Villanueva.

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Comoquiera que durante mucho tiempo se pensó que los restos de Serrano no se encontraban en la iglesia madrileña, los historiadores se preguntaron: ¿dónde se hallan? No en Arjona, provincia de Jaén, lugar de solaz elegido por el general para descansar en un gran cortijo de su propiedad. De ahí le vino el mote “El Judas de Arjonilla”, que le fuera atribuido por sus rivales por sus zozobras ideológicas y políticas. Tampoco se encuentran en el cementerio madrileño del Este, como corrobora Paloma García Zúñiga, funcionaria del camposanto y autora de un libro de inmediata publicación sobre el gran espacio funerario de La Almudena.

Otros expertos, como el escritor y periodista Manuel Orío Ávila, que ha escudriñado la biografía del general Serrano, relacionaban la supuesta desaparición de sus restos con las numerosas y enrevesadas tramas políticas y militares por las que discurrió la vida de quien fuera denominado “El general Bonito” por su amantazgo declarado -entre 1846 y 1847, siendo ya hombre adulto- con la reina Isabel II, a la sazón aún adolescente.

Una biografía apabullante

La biografía de Francisco Serrano resulta apabullante: nacido en 1810, gaditano de San Fernando, hijo de un parlamentario de las Cortes de Cádiz; militar del arma de Caballería desde los 12 años, ascendería por méritos de guerra al grado de general con menos de 30 años; embajador en París; gobernador de Cuba, donde condescendió con el esclavismo; liberal luego; martillo del carlismo en distintas batallas donde se mostró pródigo en arrojo y heroísmo, según las crónicas de la época; represor inmisericorde, condecorado por ello, del pronunciamiento de los suboficiales del cuartel de San Gil; amigo, colaborador político, ministro y luego rival en los mandatos del general Narváez, el “espadón de Loja”; afecto primero y adversario jurado, después, del general regente Baldomero Espartero; fautor del derrocamiento de su examante, la reina Isabel en 1868; vencedor de la batalla de Alcolea, que dio la puntilla a la reacción monárquica; regente del Reino de España, jefe de Estado pues, durante el primer periodo republicano; enemigo jurado del general Juan Prim, de cuyo asesinato algunos historiadores consideran inductor al general  Serrano por sus estrechos nexos con el duque de Montpensier así como con el policía José María Pastor, contratado por él general, convicto de haber preparado la celada que desembocó en la muerte del prestigioso general de Reus; fue también presidente de la República en 1871; al cabo de su vida, monárquico sumiso a Alfonso XII tras su restauración militar a manos del general Arsenio Martínez Campos…

Dotado de una afabilidad seductora, convertida ésta en su carta de presentación, casado con Antonia Domínguez y Borrell, padre de cinco hijos, quien fuera definido incluso por sus rivales como atractivo, gallardo y valiente, Serrano y Domínguez cubre toda una página de la historia española desde que su palmarés militar le proyectara hacia la cúspide política en el proceloso medianil del siglo XIX. En la etapa en la que comenzó a descollar, el Ejército español cumplía una función liberalizadora contra el absolutismo, glosada por el propio Karl Marx como “revolucionaria”, en una serie de doce artículos enviados por el pensador alemán a la sede londinense del New York Tribune en 1857. Sin embargo, aquel ejército liberal inicialmente emancipador, por mor de la involución ideológica de altos mandos como el propio general Francisco Serrano, derivaría hacia una persistente intervención en la política española, al cabo pretoriana y reaccionaria, que perduraría en España hasta el fin oficial del franquismo, en 1975.

Las dudas sobre el paradero de sus restos llevaron a plantearse la posibilidad de que su figura hubiera sido objeto de una premeditada damnatio memoriae, la fórmula de condenación póstuma ya ideada por los romanos, en su caso presuntamente urdida por parte de seguidores del general Juan Prim i Prats, a quien combatió ferozmente, o de quienes abominaron de las contradicciones ideológicas y del oportunismo político del general. También se pensó en que aquel extravío fue fruto de la desidia que la España oficial suele asignar a quienes antes consideró sus hijos más egregios. En su testamento hizo constar que, "en cuanto a mi entierro y sufragios, me limito a manifestar que soy opuesto a lo que no revista la mayor sencillez".

Su último descendiente, ex presidente de una importante firma británica, no figura en el listín telefónico. Mas el enigma sobre el paradero de su ilustre antepasado ha sido al parecer, por fin despejado: de ser suyo el ataúd incrustado en el muro trasero de la iglesia madrileña avistado durante unas obras en 1985, Francisco Serrano y Domínguez, el caleidoscópico general decimonónico, duerme su último sueño en Los Jerónimos, tras un muro blindado a canto y lodo, sin acceso posible desde el exterior.

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