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Charcutería fina

La Pineda es uno de los establecimientos de aperitivos que se pusieron de moda en el XIX

La Pineda, uno de los locales históricos de aperitivos en Barcelona.
La Pineda, uno de los locales históricos de aperitivos en Barcelona.Joan Sánchez

Todo barcelonés ha pasado por enfrente de este rótulo amarillo: La Pineda - Fiambres. En la fachada, redecillas con botas vacías de vino. Y en el interior un aparador con embutidos, quesos y latas de todas clases, rodeado de estantes y vitrinas con botellas que se agarran a las paredes ocupándolo todo, y jamones colgando junto a chorizos, y salchichones pendiendo sobre taburetes bajos, mesas de mármol blanco y un suelo ajedrezado. Mezcla rara de taberna y tienda de comestibles selectos, lleva lustros amenizando los aperitivos en esta calle del Pi.

La Pineda pone en su publicidad que la casa fue fundada en 1930, aunque el negocio ya existía anteriormente (y con sucursal en el Portal del Ángel), donde vendían tasajo de Montevideo, o jamón de Trevélez legítimo curado a la nieve. Ambos establecimientos se separaron cuando Florencio Mir se hizo cargo de esta tienda. Años después se incorporó José Segovia, que a partir de 1973 se hizo cargo del negocio hasta nuestros días. Pura solera.

Las primeras charcuterías que ofrecieron degustación surgieron a remolque de las cervecerías como símbolo de modernidad

Las primeras charcuterías que ofrecieron degustación surgieron seguramente a remolque de las cervecerías, que en las últimas décadas del siglo XIX habían puesto de moda todo lo alemán como símbolo de modernidad. Un ejemplo sería la Charcutería y Cervecería Gerst de la Ronda Universidad, que se anunciaba como “La más antigua de Barcelona”. Ofrecían fiambres al estilo germano y surtidos de quesos, el plato de embutidos con un doble de cerveza Pilsen costaba 65 céntimos. Tanto fue su éxito que en 1915 ampliaron el servicio hasta las dos de la madrugada, y durante muchos años cada Navidad publicaban sus anuncios en la prensa. En la de 1926 anunciaban la fabricación diaria de choucroute, y en la de 1927 ofrecían a sus clientes “lechones asados y rellenos, poulardas de Bresse, capones de Mans, mantequilla especial de la casa, champagnes y licores de las mejores marcas”. Hasta que en 1934 el negocio cambió de nombre y se transformó en la Cervecería Restaurant Charcutería Alt Heidelberg.

En ese arco cronológico surgieron otros establecimientos similares, como la Charcutería Restaurante de la calle Petritxol, que en 1911 ofrecía cubiertos a tres pesetas y jamones de Praga, Westfalia, York y Braunschweig, pechugas de ganso ahumadas, paté de foie gras, cabezas de jabalí y otros fiambres. Entonces la competencia era dura con locales como La Santanderina en Nou de la Rambla, o con la sofisticada Charcutería Cervecería El Gran Pelayo, que desde 1917 comenzó a ofrecer un extenso surtido de embutidos, pastelería y repostería. Otro clásico era la cervecería El Gato Negro (“única casa en Barcelona que no admite seriamente propinas”) en la plaza del Teatre, que pasa por ser el primer establecimiento que sirvió piscolabis. O Casa Alfonso en la calle Roger de Llúria, charcutería y bar de bocadillos abierto desde 1934, entre cuyos clientes se han contado artistas como el Pescailla y Lola Flores, o toreros como Manolete.

Entonces las terrazas estaban en las aceras laterales y no en el centro, costumbre introducida en la posguerra
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Los de mi generación aún llegamos a conocer La Castellana, una charcutería fundada en 1899 junto al teatro del Liceo. Como contaba Sempronio, había sido una de las grandes terrazas de la Rambla, junto al Baviera, el Café del Liceo, la Horchatería Valenciana, el hotel Oriente y el Trink Hall. Entonces las terrazas estaban en las aceras laterales y no en el centro, que fue una costumbre introducida en la posguerra. Según explica Lluís Permanyer, el escenógrafo Mauricio Vilomara era conocido por su tacañería y pasaba cada día por allí, donde le regalaban los recortes de queso y de embutido para que desayunara (al mediodía comía en La Morera de la plaza Sant Agustí, donde le hacían un precio especial por terminarse las sobras que habían quedado del día anterior).

La Castellana tenía el aparador a un lado, y al otro se arracimaban unas minúsculas mesitas bajo anaqueles de botellas, en las cuales podías sentarte y probar el mismo embutido, sabroso y caro, que paladeaban los noctámbulos al salir de la ópera. Cuando yo lo conocí mantenía la decoración y el ambiente original, con el lavabo al final de una estrecha escalerilla.

Iba con un amigo de mi primera juventud, y siempre fantaseábamos con comprar una de aquellas ampollas venerables y roñosas que tenían en un botellero, cubiertas de un polvo negro deshilachado, mezcla de tiempo y telarañas, solo por el placer benévolo de ver qué o quién salía de allí dentro.

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