El aire de la amistad
Un anfitrión atento a dar consuelo a otros, y a darles alegría. Su divisa fueron la amistad y la discreción con que las practicó
Cuando comenzó la persecución contra Jesús de Polanco, al que el Gobierno de José María Aznar decidió borrar del mapa de la comunicación en España, Leopoldo se fue con el entonces presidente de PRISA a pasar los días más amargos de su amigo. Con Polanco se fueron, a Tenerife, otros dos amigos del alma, Plácido Arango y Carlos Fuentes. Bajo el sol de la isla, los amigos transitaban en silencio, como si esperaran la palabra capaz de levantar el ánimo del empresario que veía el porvenir sellado por la prevaricación persecutoria de un juez amañado.
Fue entonces aquel hombre alto, peinado siempre como si acabara de salir de casa, el que de manera más clara usaba las palabras de consuelo, que eran también de rabia. De la rabia de la amistad. Ahí conocí a Rodés, junto al mar, hablándole a Polanco con la delicadeza de un compañero que sabe al otro seriamente enfermo. Enfermo del alma. No se me ha ido jamás esa estampa de la memoria, y es la raíz de mi admirado afecto por este hombre que nos ha llenado vacíos con lágrimas. Aquella delicadeza fue luego aplicada a momentos extraordinarios de la vida, también inolvidables, de fiesta o de duda, de incertidumbre o de canciones rotas. En su casa fue donde Isabel Polanco, la hija de Jesús, una noche en que celebrábamos a Carlos Fuentes, tuvo los primeros síntomas de la que iba a ser luego la declaración nefasta de su enfermedad mortal; ahí este hombre delicado, Leopoldo Rodés, hizo lo imposible para que la evidencia se convirtiera en la apariencia de una indisposición simple, de modo que Isabel y todos salimos de allí sabiendo no solo que este anfitrión prodigioso era un sanador de espíritus y de cuerpos heridos.
Aquella manera de recibirnos se convirtió después en la costumbre de juntarnos; celebraba, en las tardes-noches de cada estación del año, la virtud de la amistad, poniendo a discutir en serio (y entre risas y entre copas de dry martini, en cuyo arte era también prodigioso) a distintos periodistas y catedráticos y académicos acerca de la situación que iba viviendo el país, y también el país catalán. Esas noches se hicieron habituales; él las estimulaba, y así lo hizo hasta este final abrupto. Se repetía aquí la ceremonia de querer a los otros alrededor: su alegría, la alegría de Ainhoa Grandes, su mujer, era no solo un modo de estar, sino una forma de seguir. Esas reuniones duraban hasta el amanecer, casi, y jamás había en ellas otra cosa que el fragor de las ideas, alimento espiritual de una profunda convicción democrática que él ejercía con la atención del silencio. Se buscó un moderador de las cenas, y él azuzaba con alguna palabra el ambiente creado para que nadie sintiera que el anfitrión (los anfitriones, Ainhoa, Leopoldo) tenía prisa alguna por servir el último martini.
Ahora se hace muy difícil contar todo esto en pasado, imaginar en pasado a Leopoldo Rodés, decir que un accidente nos rompió con el vínculo de su risa y de su afecto, de su generosidad como ser humano, afable siempre, dispuesto en todo momento a querer estar con otros susurrando de vez en cuando una palabra que te serviría de consuelo o que le diera sentido a tu rabia. Tus sentimientos eran los suyos; lograba con otros, a los que quisiera, una simbiosis rara que lo hizo imprescindible en los dedos de las manos con que contamos a los amigos verdaderos. Esa relación nació en medio de una desolación, a la que él le dio calor. Ahora los desolados somos nosotros y él no está para darnos el aire que ya nos va a faltar siempre. Su amiga Carmen Balcells dijo, nada más saber que Leopoldo había muerto: "Me he quedado sin oxígeno". Él era el aire de la amistad.
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