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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Refugiados, desplazados

Es urgente reconsiderar el alcance de un derecho que, en la realidad actual, queda corto y restrictivo para incluir a todos los que van en busca de un país que les acoja

En el 2014, cada día un promedio de 42.500 personas se convirtieron en refugiados, solicitantes de asilo o en desplazados internos —esto es cuatro veces más que tan sólo hace 4 años. Estas personas confían en nosotros para sobrevivir y tener esperanzas. Ellos recordarán lo que hagamos”. Eran las palabras de António Guterres, alto comisionado de ACNUR, en la Declaración del Día Mundial del Refugiado, el 20 de junio pasado. Más incisivo que en otras ocasiones, lamentaba la pasividad y desidia de una Europa incapaz de reaccionar con valentía y generosidad ante las olas migratorias.

La demanda de asilo aumenta cada día mientras los estados europeos discuten y rechazan cicateramente cuotas de acogida. Refugiados, desplazados, inmigrantes, tres categorías que designan más o menos una misma realidad, aunque con connotaciones diferentes que cuentan a la hora de determinar a quién le corresponde y a quién no el derecho al asilo. Además de poner de manifiesto la obligación de procurar cobijo a quienes se ven forzados a huir de su país, además de reconocer los errores cometidos en Irak, Siria o Libia por los poderes mundiales, es urgente reconsiderar el alcance de un derecho que, en la realidad actual, queda corto y restrictivo para incluir a todos los que van en busca de un país que les acoja.

El artículo 14 de la Declaración de Derechos Humanos vincula el derecho de asilo a la condición de perseguido: “En caso de persecución, toda persona tiene derecho a buscar asilo y a disfrutar de él en cualquier país”. En consecuencia, la Convención sobre el Estatuto del Refugiado restringe dicha condición al hecho de ser perseguido por causa de guerra, ideología, raza, sexo o religión. La pobreza y el hambre son circunstancias ajenas a la consideración de refugiado. Lo que la miseria produce son inmigrantes, ni siquiera inmigrados, es decir, personas cuya fatalidad condena a ir vagando de un lugar a otro, sin destino fijo, en busca de un país donde asentarse y enfocar el futuro con un mínimo de seguridad y dignidad. En cuanto a los desplazados a la fuerza, el 86% encuentra asilo en los países vecinos, normalmente Estados empobrecidos, porque son los únicos que, en primera instancia, están dispuestos a acogerles. La disponibilidad de los países ricos, por el contrario, siempre es escasa. Valga el ejemplo de Cataluña: para cerca de 800 solicitudes de asilo, en 2014 había disponibles menos de 30 plazas de acogida. Hace unos días, a raíz de la última masacre del Estado Islámico, los dirigentes tunecinos recordaban cómo fueron ellos quienes tuvieron que acoger a los libios que huían. Lo mismo hizo Siria con los iraquíes tras la destrucción de Irak a principios del último decenio.

Las inseguridades económicas y políticas acentúan el nacionalismo xenófobo que cierra fronteras, levanta vallas y expulsa al extranjero

En un interesante ensayo titulado Estados amurallados, soberanía en declive, Wendy Brown pone de relieve las contradicciones de los estados soberanos tardomodernos que, por causa de la globalización económica, ya no dominan ni ordenan porque han perdido el poder para hacerlo, pero siguen siendo un “emblema crucial de identificación y protección política”. Ellos determinan a quién corresponde la ciudadanía y las garantías jurídicas.

Las inseguridades económicas y políticas acentúan el nacionalismo xenófobo que cierra fronteras, levanta vallas y expulsa al extranjero, a partir de la errónea creencia de que son las fronteras abiertas las que atraen a los inmigrantes y que las fortificaciones fronterizas serán capaces de detenerlos. La contradicción es palpable: a menos soberanía de hecho, más murallas; a mayor interconexión e interdependencia, más muros y límites que separan lo que está dentro y lo que está fuera. Nada incita más el egoísmo y ensimismamiento de los Estados que las penosas imágenes de masas de inmigrantes que solicitan algo tan elemental como ver reconocidos sus derechos básicos.

Los mandatarios europeos saben que hay que actuar en varios frentes. Hay que luchar por desactivar las mafias a las que se entregan los inmigrantes para moverse, hay que proporcionar más ayuda al desarrollo de los países de origen y hay que determinar el número de personas con necesidades de protección internacional que se pueden admitir y cómo deben ser distribuidos. Nuestras desigualdades internas son un gran problema, pero un problema ridículo si nos comparamos con los que no tienen ni una comunidad a la que pertenecer. Son los valores de la modernidad los que están en juego, esos que Europa pone por delante cuando se siente atacada, pero con los que muestra muy poca coherencia.

Victoria Camps es presidenta del Comité Català de l'ACNUR

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