Bienaventurados los que...
El eficaz eslogan del derecho a decidir ha sido arrumbado por sus propios promotores por el ‘procés cap a la independència’
No es lo mismo amenazar con el presente que amenazar con el futuro. No se le plantean idénticos problemas argumentativos a quienes utilizan el voto del miedo con el objeto de que no se produzcan determinados cambios políticos que a quienes pretenden promoverlos, asustando con los peligros de no llevarlos a cabo. Pero el miedo, por definición, tiene que ver con lo desconocido, esto es, con lo que todavía no existe pero percibimos como amenazador. Si aplicamos este principio a la política catalana comprobaremos que el recurso del miedo no es monopolio exclusivo de ningún sector. Es cierto que durante bastante tiempo se le atribuyó en exclusiva a quienes rechazaban la deriva que estaba siguiendo el procés, pero cualquier observador atento de lo que sucede en Cataluña comprobará fácilmente que no es así.
En todo caso, existe una diferencia fundamental entre ambas perspectivas. Porque quien ubica en el porvenir las amenazas (señalando, por ejemplo, las desastrosas consecuencias sociales y económicas de una hipotética independencia) en cierto modo se ve liberado de la carga de la prueba: basta, para que el argumento resulte eficaz, con que los peligros que cree atisbar en el horizonte parezcan verosímiles. Quien, por el contrario, sostiene que lo que de veras debemos temer es lo que ya hay, la realidad que se está viviendo, queda obligado a mostrar qué aspectos concretos de la misma se han convertido en literalmente insoportables, hasta el extremo de que llegan a constituir un auténtico peligro para la propia supervivencia (como pueblo, país o comunidad) y justifican correr el riesgo de adentrarse en terrenos ignotos.
Pero las ventajas y los inconvenientes de estas dos formas de argumentar cambian de signo si en vez de referirnos al miedo nos referimos a la ilusión. Efectivamente, quien desactiva el temor al presente en cierto modo desactiva también, en contrapartida, la ilusión por un futuro diferente: ¿qué sentido tendría invertir nuestras energías en transformar lo que hay si esto, al fin y al cabo, tampoco es tan malo? En paralelo, quien ha conseguido convencer a sus conciudadanos de que la situación actual ya es extrema, tal y como, por ejemplo, la describía el gobierno de la Generalitat en el memorial de agravios Crónica de una ofensiva premeditada, hecho público esta misma semana, le conviene no demorarse mucho en esa fase de la argumentación (no fuera a ser que se descubrieran las falacias, distorsiones y exageraciones de su catastrofista descripción de lo real) y apelar lo antes posible a la ilusión por salir de lo que se ha dibujado sumariamente como un infierno.
En este preciso lugar es en el que parece que estamos situados en Cataluña en este momento. Ahora toca “poner en marcha el turbo de la ilusión”, por utilizar la expresión del propio Artur Mas. Curiosa y reveladora metáfora de lo que siempre se negó: que hay una maquinaria propagandística que se activa o desactiva, se acelera o se frena, en función de los cambiantes intereses del poder político (en este caso, intereses directamente electorales).
Llegados a este punto, el quid de la cuestión podría sustanciarse en la pregunta por el elemento que puede galvanizar toda esa ilusión se supone que adormilada en los últimos tiempos. Hace unos meses dicho elemento lo constituía el llamado derecho a decidir pero, de manera ciertamente sorprendente, tan eficaz eslogan parece haber sido arrumbado por sus propios promotores. Hasta el punto de que, a la vista de la evolución que han tomado los acontecimientos en las últimas semanas, resulta difícil sacudirse la sospecha de que para aquéllos nunca se trató ni de conocer las opiniones de la ciudadanía, ni de que ésta satisficiera una incontrolable compulsión por votar. Solo así se entiende el desparpajo con el que los medios públicos catalanes (y los privados de ordenanza) han pasado a denominar lo que antes era sólo el procés (adornado con conceptos difusos como “la plenitud nacional”) directamente como procés cap a la independència.
En el fondo, qué quieren que les diga, preferiría pensar que lo que sucede es que algunos han cambiado de opinión, porque en tal caso se les podría aplicar una bienaventuranza que me acabo de inventar y que se me ocurre que tal vez podría formularse así: bienaventurados los que cambian de idea, porque alguna vez tuvieron una.
Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona.
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