¿De qué se ríe?
Resulta raro que quienes en campaña se han referido en tono dramático a hechos insoportables exhiban, tras ganar las elecciones, una sonrisa de oreja a oreja
Hace años, con ocasión de una campaña electoral, Manuel Delgado escribió un artículo que obtuvo cierta repercusión. Se titulaba, si no me falla la memoria, ¿De qué se ríen?, y partía, como se imaginarán, de la constatación de esa radiante sonrisa que los candidatos acostumbran a lucir en los carteles electorales, para luego señalar, con la agudeza que caracteriza a nuestro antropólogo, lo absurdo de tales mohines.
Me ha venido a la cabeza su artículo con el pasar de los días, una vez finalizadas las últimas elecciones. Fíjense que digo “finalizadas” y no “durante”. Porque el hecho de que a lo largo de la campaña todos los candidatos, sin distinción de ideologías, lucieran la mejor de sus sonrisas me pareció por completo normal, supongo que porque tendí a interpretar su risueña imagen como una especie de educada cortesía hacia el posible votante. Sin embargo, que esa misma sonrisa, incluso ampliada, permaneciera, semanas después, en el rostro de quien ha obtenido la victoria electoral es lo que no ha dejado de llamar mi atención.
Me la ha llamado, me apresuro a matizarlo, en determinados casos. No es lo mismo, obviamente, que gane unas elecciones alguien que ha basado su campaña en la tesis de que las cosas van viento en popa y de que, avanzando, decididos, por la senda de la recuperación, estamos dejando atrás la mayor parte de nuestros problemas, a que lo haga quien ha apelado todo el tiempo a la desesperación en la que vive sumida gran parte de la población. En el primer caso, se comprendería perfectamente que, además de la consabida alegría por la victoria obtenida, el vencedor siguiera después con el contento pintado en la cara, en la medida en que dicha victoria comporta, a su juicio, la posibilidad de que la bonanza continúe o incluso se acreciente.
Muchos tenemos grabado en la memoria el gesto severo con el que aquellos políticos de la tan denostada transición asumían el poder.
En el segundo caso, en cambio, la exultante reacción se entendería mucho menos. Porque resultaría raro, en efecto, que quien en sus mensajes de campaña ha reiterado una y otra vez, con tono dramático y rictus de dolor, la insoportable situación en la que se encuentran tantos ciudadanos, ahora pudiera lucir, como es evidente que sucede, una sonrisa de oreja a oreja, a pesar de que la situación de aquéllos no ha variado un ápice.
Todavía somos muchos los que tenemos grabado en la retina de nuestra memoria el gesto severo, incluso grave, con el que aquellos políticos de la hoy tan denostada transición (del anterior monarca, ojeroso y desencajado el día de su proclamación, a los primeros presidentes del gobierno) asumían el poder. Parecían reflejar en sus rostros la conciencia de lo que les aguardaba, la magnitud de la faena pendiente, la cantidad de expectativas que tantos habían depositado en ellos. Tal vez fingieran, no lo sé. Pero en todo caso tenían la delicadeza de transmitirle a la ciudadanía la impresión de que lo único que de veras les importaba era la envergadura de lo que les quedaba por hacer.
Que Dios me perdone, pero a veces, en las noches de insomnio, me asaltan oscuros pensamientos, que me llevan a poner en cuestión aquello que todo el mundo a mi alrededor parece tener absolutamente claro (lo que hace, dicho sea de paso, que me sienta como el borracho del chiste que circulaba por la autopista en dirección contraria). Y en el duermevela me da por dudar de si el orden de las razones con el que se ha persuadido a un amplio sector de la ciudadanía para que apoye determinadas propuestas es el verdadero o, por el contrario, el auténtico orden tiene el signo contrario. Incluso —lo confieso avergonzado, ahora que no me lee nadie— llego a especular si quienes tanto han insistido en que el poder es para ellos tan solo un medio para ayudar a que los desheredados de todo tipo salgan de su penosa situación, no se habrán servido precisamente de esa permanente invocación al sufrimiento ajeno como medio para alcanzar el poder.
Pero que los aludidos no se preocupen demasiado por mis dudas nocturnas: lo más probable es que carezcan del menor fundamento (cosa que celebraría, por descontado). Con todo, no creo que contribuya a disiparlas el hecho de que, lejos de mostrarse apesadumbrados por la responsabilidad de la tarea histórica que les cae encima, algunos de estos vencedores vengan haciendo exhibición, desde el 24-M, de una desbordante felicidad, de una incontenida euforia. Para mi gusto un punto obscenas, por cierto.
Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona.
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