El curioso inabarcable
Existen pocas cosas más aburridas que un concierto solista de pop, salvo que el solista en cuestión sea endiabladamente bueno. No era este martes el caso de Emma Swift, la telonera en el Teatro del Arte, una australiana tan lánguida como frágil a la hora de pisar los acordes más elementales. Mereció la pena, con todo, esperar hasta las 23.15 para que asomara el flequillo níveo de Robyn Hitchcock, un sexagenario de repertorio ya generoso que sigue sonando como un Lennon sobrepasado por la lisergia. Hitchcock no ha acertado (o no se ha preocupado) nunca por escribir un maldito éxito, salvo que nos pongamos generosos y atribuyamos tal condición a Madonna of the wasps, que sonó en tercer lugar. Pero su escritura siempre es diferente, característica, estimulante. Y cuando insufla aliento a su armónica se multiplican los estímulos: parece un Dylan tamizado por los 13th Floor Elevators.
Robyn ofreció un muestrario breve, como sugieren los más prudentes en noches de soledad escénica, pero consiguió que su comparecencia transcurriera en un vuelo: como sucedió con un también solitario Roddy Frame, dos meses y medio antes, entre las paredes de la sala Moby Dick. El londinense chapurrea un castellano elemental pero gracioso, lo que incrementa la química (equiparó su Museum of sex con el Museo del Jamón), y se destapa como un guitarrista mucho más cualificado de lo que requieren los postulados meramente psicodélicos. Su punteo en Full moon in my soul resultó emotivo, mientras que otras elucubraciones guitarrísticas le sitúan muy cerca de, pongamos, Bert Jansch y el fingerpicking. Todo eso también contribuye a explicar sus buenas relaciones con Joe Boyd, el productor de Nick Drake o Fairport Convention.
Boyd le metió el gusanillo de las versiones en el reciente álbum The man upstairs y Hitchcock redobló la apuesta con dos lecturas peculiares y seductoras, More than this (de Roxy Music le conocíamos cantando To turn you on) y, más sorprendente aún, Let it be me. La australiana evanescente le ayudó a recrear a los Everly Brothers, otro indicio más de que la curiosidad, en el caso de Robyn, constituye una virtud casi inabarcable.
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