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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¿Educan las tertulias?

Un buen debate es una gozada. Pero para ello ha de tener rigor, ser plural y mostrar respeto por las opiniones divergentes

Francesc de Carreras

En las páginas del Quadern de este periódico publicado el pasado jueves, tres conocidos periodistas catalanes que conducen tertulias, Josep Cuní, Mònica Terribas y Jordi Basté, reflexionan sobre este relativamente nuevo género, de tanto éxito en los medios audiovisuales. El tema merece atención por la influencia de las tertulias, de todo lo que allí se expone y discute, en amplios sectores de la opinión pública.

Del debate entre los tres periodistas destaca la escasa autocrítica. Sólo Terribas se plantea que quizás algo se está haciendo mal, pero en general se muestran satisfechos con la labor que desarrollan y con el género periodístico que practican, aunque alguno distinga, como es habitual en Cataluña, trátese de lo que se trate, entre las tertulias catalanas y las de Madrit, obviamente con la intención de dejar entrever —como un “hecho diferencial” más— el saldo netamente favorable a las catalanas, por cierto una cuestión “más que dudosa”, que es una manera de decir, educadamente, “a mi parecer equivocada”, ya que de todo hay —aquí y allá— en la viña del Señor. Pero vayamos a tratar del género tertulia, de algunas de sus virtudes y defectos.

No hay duda que, en principio, se trata de un género periodístico estupendo: informativo, educativo y divertido. A mi manera de ver, una buena tertulia es una gozada: las de radio se pueden escuchar en cualquier parte, en el cuarto de baño, en el coche, y mediante auriculares en el metro, el autobús o caminando por las calles; las televisivas, menos fáciles de ver, son ideales mientras desayunas, cenas, tomas una copa o te repantingas en un sillón antes de ir a dormir. En conclusión, las tertulias hacen compañía, una compañía instructiva, a cualquier hora del día.

Ahora bien, para que eso sea así, deben cumplirse, como mínimo, tres condiciones. En primer lugar, los tertulianos —fea palabra, siento emplearla— deben saber de que hablan, es decir, deben tener conocimiento del tema. No siempre sucede. Por supuesto, no pedimos que todos sepan de todo, lo cual es imposible, pero por lo menos uno de los participantes debe tener conocimientos solventes sobre la cuestión de la cual se trata. Y si no es así, lo prudente es callarse, limitarse a plantear preguntas sin arriesgarse a dar respuestas, darse un plazo para responder una vez se tenga criterio. Pero no disponer de soluciones para todo suele estar mal visto.

Un amigo mío, catedrático de Filosofía del Derecho en una universidad andaluza, enfrentado a una materia sobre la cual no tenía opinión por falta de conocimientos, lo confesó abiertamente en una tertulia a la que acudía con regularidad: “Sobre esta cuestión no puedo opinar porque desconozco de qué se trata”. Una respuesta lúcida y honesta en cualquier debate, en cualquier conversación. Pues bien, no volvieron a invitarle, por lo visto no servía para su cometido, hay que opinar sobre todo aunque no sepas nada. Este es un primer grave defecto de muchas tertulias.

Una segunda condición es que la tertulia debe ser plural. Cuando se usa esta palabra siempre uno piensa en el pluralismo ideológico, político o, incluso, partidista. Y es cierto que en una tertulia generalista, en la que se tratan continuamente cuestiones políticas, ello debe ser así: el espectador debe escuchar puntos de vista diversos sobre cuestiones políticamente discutibles. Pero también hay otro tipo de pluralismo tanto o más importante: en la medida de lo posible, las especialidades de los tertulianos deben combinarse para cubrir los diversos temas. No hace falta que sean auténticos expertos, basta con que sean solventes. Entre los periodistas mismos hay especialidades: política (internacional, nacional, local), economía, cultura, deporte… Este es el nivel mínimo apropiado para una tertulia. No siempre se alcanza.

La tercera condición, quizás la más importante, los tertulianos deben respetarse mutuamente y las opiniones de cada uno, por muy discrepantes que sean, deben estar suficientemente argumentadas y formularse siempre con las cautelas y dudas propias de toda persona culta y razonable, aquella que sabe que puede estar equivocada, que las cuestiones son casi siempre muy complejas y la soluciones, si es preciso, revisables. Sólo los ignorantes, que a menudo son fanáticos, están seguros de poseer la verdad. Por eso, normalmente, son los que más hablan y más gritan e interrumpen. El ejemplo que dan es pésimo: en lugar de dar razones excitan las pasiones y los sentimientos, consideran que ciertas creencias no pueden ponerse en duda. Ahí las tertulias degeneran, dan un mal ejemplo de cómo deben comportarse los ciudadanos en sociedad según las normas que regulan la convivencia.

¿Cumplen las tertulias estas condiciones? Hay de todo. No es fácil cumplirlas a plena satisfacción. Pero algunas se esfuerzan en cultivar el rigor, el pluralismo, el respeto a la verdad. En otros casos, es visible todo lo contrario: exhiben ignorancia, sectarismo y mala educación. Vean y escuchen tertulias, juzguen ustedes a los tertulianos y, sobre todo, a los directores de los programas. Aplicando estos criterios sabrán si educan.

Francesc de Carreras es profesor de Derecho Constitucional.

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