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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Más o menos cosmopolitas

Cada vez que la Cataluña profunda del nacionalismo intenta imponerse a la vitalidad babélica de Barcelona, el efecto es regresivo

Hay quien cree que ser cosmopolita es calzar mocasines italianos, sonarse con un pañuelo nepalés, o poner cara de tedio al regreso de un periplo por los museos europeos. Si es así, no es más que un manierismo, cosmopolita tal vez, pero de tanta entidad como ir a los tanatorios con mochila y botellín de agua mineral. ¿Qué es ser cosmopolita? ¿Cómo podemos saber si Barcelona es o no cosmopolita? Lo que valdría la pena saber es si Barcelona está abierta al mundo, al menos en la misma medida en que el mundo está abierto a Barcelona. Inventarse todo un sistema fósil para el tricentenario de 1714 ¿es cerrojazo o apertura? Cuando Barcelona pierde la onda del mundo, cuando se ensimisma en las apariencias o la introspección identitaria, es una ciudad que pierde fuerza. En realidad, la cuestión no es ser cosmopolitas sino capaces de autocrítica. La Barcelona de Joan Maragall pudo ser tan poliédrica como agitada. Barcelona es la ciudad que pasa por la Semana Trágica, ve como la lucha sindicalista deja muertos por las calles, erige templos expiatorios, vive la entrada del general Yagüe por la Diagonal, y luego el retorno de Tarradellas, la desactivación de la cultura creativa por parte del pujolismo, los Juegos Olímpicos y el gin-tonic servido con bombona de oxígeno.

Es posible atribuir al nacionalismo buena parte de la pérdida de tono cosmopolita de Barcelona. Se da una cierta relación de causa y efecto, del mismo que en general está a la vista que la incuantificable pérdida cosmopolita coincide con la tutela nacionalista iniciada por Pujol, no desarbolada por los tripartitos y más potente aún con Artur Mas. Pongamos por caso TV-3: desde sus inicios hasta ahora ha ido apartándose del mundo real para irse sesgando y perdiendo el share de quienes deseen una televisión pública que informe bien, esté bien sincronizada estéticamente y no se dedique a la agitación permanente del espíritu de la nación catalana. Este deterioro de un servicio público acaba siendo una merma para el bien común. Que un medio público se dedique a crear identidades virtuales manipulando los hechos históricos o tergiversando el lenguaje no contribuye a una Barcelona cosmopolita —al día, abierta— si no que, sobre todo, altera las reglas del juego de una sociedad plural. Con Artur Mas, TV3 rompe hasta tal punto con la realidad de Cataluña que cada vez pierde más audiencia y sobre todo deja atrás antiguos indicios de credibilidad.

Quien sabe en qué medida Barcelona fue cosmopolita o solo lo aparentaba. Desde luego, cuando en las tertulias más ilustradas se comentada la “Revue des Deux mondes” o el crítico Josep Yxart demolía el teatro lacrimoso, sí lo era. Lo era la pasión wagneriana, lo fue la llegada de la pintura impresionista, lo reafirmó D'Ors con el noucentisme. Barcelona pudo parecer cosmopolita en los años sesenta. Desde luego se trataba en no poca medida de un sistema de espejos. Revelaba una dimensión propia cuando las minorías creativas sugerían sus preferencias y marcaban estilo. Eso fue el semanario Destino, por ejemplo.

Ha existido la Cataluña potente del textil, como puede serlo la Barcelona de la nanotecnología o si acierta en su estrategia turística. Pero cada vez que la Cataluña profunda del nacionalismo intenta imponerse a la vitalidad babélica de Barcelona, el efecto es regresivo. A ese nacionalismo le place que el gran museo de Barcelona se llame Museu Nacional d'Art de Catalunya cuando el sello de Barcelona —como se ha argumentado algunas veces— le sería mucho más efectivo y natural. En general, las iniciativas simbólicas del nacionalismo se oponen frontalmente a la marca Barcelona, porque ahí ven la perdición de la identidad y los vínculos atávicos. Cierto es que la vida urbana saldría beneficiada de la consolidación de vínculos, pero que fuesen los propios de nuestro tiempo, las nuevas solidaridades, un urbanismo que genere cohesión y no solo beneficio especulativo, una calidad estética contrastada, una convivencia civilizadora, lo mejor de la ciudad para los ciudadanos libres.

No es sano preguntarte todos los días si eres guapo o feo. Del mismo modo, algo no encaja cuando una ciudad dedica sus energías a preguntarse si es o no es cosmopolita. Puede incluso suponerse que preguntándoselo tanto es un síntoma de cosmopolitismo caducado, ya sea por el nacionalismo cultural o por una carencia de dinamismo, o por ambas cosas. De todos modos, quien más quien menos sabe que son tantas las Barcelonas posibles que una ciudad tan capaz de destrucción creativa nunca va a quemar sus opciones en una sola hoguera. Estamos en un momento de sistemas europeos de conexión, de la ciudad creativa que proclama tanto Richard Florida. Incluso para terminar el bachillerato hay que tener acceso a una smart city. Pero mientras tanto, persiste el viejo complejo del nacionalismo frente a la Barcelona díscola. Una Cataluña inmaculada que nunca existió, de valores unívocos y raíces profundas, sigue queriendo tomar Sodoma y Gomorra al asalto.

Valentí Puig es escritor.

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