Píldoras de resistencia
Un libro recoge las experiencias del hambre en Madrid durante la Guerra Civil. Un momento en el que las lentejas eran artículo de lujo
A las lentejas las llamaban “píldoras de la resistencia” porque fueron el alimento básico que permitió la supervivencia de muchos mientras Negrín decía a los madrileños aquello de “¡Resistir es vencer!”. Muchos niños no habían visto nunca un plátano porque Canarias era zona nacional y resultó una cosa exótica, como el chocolate, cuando llegó a la capital al término de la guerra. Las mujeres hacían colas durante horas para conseguir boniatos o un hueso para hacer caldo y las más aguerridas se jactaban de no abandonar la espera ni cuando las bombas caían a pocos metros de distancia. En el Madrid sitiado de la Guerra Civil se pasó mucha hambre: la comida era la principal preocupación y el principal tema de conversación de las familias. “¿Tú qué comerías si pudieras comer lo que quisieras?”.
Se hacían tortillas con mondas de naranja, chorizo de miga de pan con pimentón o merluza consistente en rodajas de cebolla rebozadas y fritas.
Las menudas y septuagenarias hermanas Laura y Carmen Gutiérrez Rueda, hijas de médico, nacidas en torno a la contienda, han recogido el testimonio de 75 mayores que recuerdan aquella hambruna. Han sido recopiladas en el libro El hambre en el Madrid de la Guerra Civil (Ediciones La Librería), reedición de un texto publicado en 2003. Laura (doctora en Historia) y Carmen (doctora en Farmacia y experta en Microbiología) recuerdan aún que durante la guerra su madre perdió la mitad de su peso, de 70 a 35 kilos.
“Nosotras escuchamos hablar mucho en casa de aquel hambre de la Guerra Civil y queríamos recuperar estas historias antes de que se perdieran”, cuentan. Así tiraron de amigos y familiares, y recorrieron residencias de ancianos en busca de estas memorias. “Mucha gente no quería hablar de la guerra porque había perdido a seres queridos o porque había sido enchufada de algún sindicato y había tenido acceso a los alimentos”, dice Laura. “Otros, de distintos bandos, todavía regañaban entre sí”.
A principios de noviembre de 1936 las tropas franquistas llegaron a las puertas de la capital, donde quedaron estancadas, sin avance ni retroceso, hasta marzo del 1939. La ciudad, poblada por un millón de habitantes a los que hay que sumar los refugiados de otras zonas de guerra, protegida por las fortificaciones y la resistencia de las tropas y milicias republicanas, sufre un largo asedio en el que el abastecimiento de alimentos flaquea. Surgen el mercado negro, el acaparamiento de alimentos, los conflictos de competencias entre los distintos sindicatos y organizaciones, la especulación, y se establecen cartillas de racionamiento.
El trueque era común: “Se iba a donde el mercado de Torrijos y se cambiaban objetos por comida, que solían tener los sindicalistas. Un jersey por un trozo de pan. A una tía nuestra le pagaban con tabaco en una oficina suiza de seguridad, y lo cambiaba por alimentos”, cuentan. Porque, a pesar de todo, la vida en la ciudad se resistía a detenerse, y quien tenía un empleo iba a trabajar. “Y muchos, a pesar del hambre y del miedo, seguían yendo al cine, cosa que aún me sorprende”, dice Laura.
¿Qué se comía en el Madrid sitiado? Poco, y ese poco consistía en lentejas, boniatos, gachas, alguna vez bacalao en salazón, algún huevo y casi nada de carne. El arroz y las frutas dejaron de llegar cuando, tras la batalla del Jarama, en febrero de 1937, se perdió la conexión con Valencia, a donde ya había huido el Gobierno republicano, dejando al mando a la Junta de Defensa de Madrid del general Miaja. “Los gatos desaparecieron de la ciudad”, cuentan las hermanas, “eran similares al conejo y la gente se los comía. Cerca de nuestra casa en la calle de Argensola murió un burro de una carbonería, se troceó y se vendió para el consumo. También se hacía pasar perro por cordero”. El hambre agudizaba el ingenio: se hacían tortillas con mondas de naranja, chorizo de miga de pan con pimentón o merluza consistente en rodajas de cebolla rebozadas y fritas.
Los gatos desaparecieron de la ciudad”, cuentan las hermanas, “eran similares al conejo y la gente se los comía
Pero estas recetas de emergencia no eran suficiente y la mala alimentación pasaba factura en forma de avitaminosis, pelagra, edema de hambre o neuropatías carenciales. “La tuberculosis siguió causando muertes hasta entrados los años cuarenta”, dice Carmen, “y debido a las diferentes dolencias que producía el hambre no hay datos de cuántas personas murieron por la mala alimentación”. Ni siquiera la muerte libraba de la escasez: “No había madera para hacer cajas para los muertos, porque se utilizaba como combustible”, dice Laura. “Los madrileños quisieron entrar al Retiro a cortar los árboles, pero el Ayuntamiento lo prohibió. Cuando había un bombardeo los niños iban a coger las vigas de los edificios derruidos. A muchos lo enterraban metidos en sacos”.
A finales de la contienda, Franco decidió practicar la guerra psicológica y bombardear Madrid con panecillos de harina blanca de Valladolid en vez de con bombas. Iban metidos en una bolsita con la bandera nacional y la leyenda: “En la España nacional, una, grande y libre, no hay un hogar sin lumbre ni una familia sin pan”.
El general Miaja avisó a la población de que aquellos panecillos tenían microbios y que era preferible no consumirlos. “Pero la mayoría se los comía”, dice Laura. “Luego estaban los más pelotas, que los entregaban a las autoridades. Yo vi a algunos milicianos tirarlos por las alcantarillas”.
La poetisa Gloria Fuertes hizo un buen resumen de lo que fueron aquellos tiempos: “Hambre, hambre. Madrid empezó a sufrir hambre al mes de empezar la guerra. Una vez estuvimos tres días con un huevo frito, untándolo y guardándolo… Yo no tenía miedo a morir, lo que tenía era el horrible dolor de estómago que da el hambre”.
Las hermanas Gutiérrez Rueda han escrito más libros además de este, y sus intereses abarcan un amplio espectro: sobre Santa Teresa de Jesús, sobre recetas de cocina o sobre el pueblo de Robledo de Chavela, en el que veranearon durante 30 años. Algunos, como la historia de su barrio (Barquillo-Salesas), lo han autoeditado y distribuido a mano por librerías y quioscos de la zona hasta agotar 500 ejemplares. Con más ahínco que muchos jóvenes escritores y editoriales noveles.
Lo único que lamentan es que, tantos años después de la guerra, hayan vuelto a ver hambre en las calles de Madrid y que organizaciones como Cáritas hayan alertado de la existencia de malnutrición infantil en España. “Ya no hay hambre como aquella, además ahora puedes ir a un banco de alimentos y obtener comida”, dicen, “pero es horrible ver a gente rebuscando en la basura o recogiendo la comida que desechan los supermercados. Y que se les persiga por ello”.
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