El misterio de la becada
La liturgia de su caza, en tanto que ave salvaje, es tan fascinante como la de su degustación
No pegué un tiro en mi vida, ni siquiera tuve una escopeta y, sin embargo, me gustaba acompañar de vez en cuando a los cazadores, a los que se apostaban a la espera del jabalí y también a aquellos que apuntaban a las perdices y las codornices, aunque nunca fui tan feliz como cuando era niño y caía en mis trampas un pinzón, mejor un jilguero o, más buscado todavía, un verderol. Jamás tuve la sensación de ser un carcelero, ni percibí que mis pájaros tuvieran queja y doy fe que con alguno intimamos tanto que iba y venía de la jaula a la palma de mi mano, cómplices de un juego tan inocente que nadie me hizo reparar en la crueldad de la captura.
Yo era lector de Miguel Delibes, quien sostenía que cazar y amar a los animales eran cosas compatibles, nada tenían que ver con matar, reflexión que me convenía y animaba en mi vida contemplativa. Al fin y al cabo, solo miraba, suficiente en cualquier caso para sentirme cómplice y defensor de la causa, hasta que con el paso de los años me acomplejé por el discurso ecologista, me acobardé por el peso de una ley que a menudo poco tiene que ver con la naturaleza y acabé domesticado como uno de los jabalíes que pasean por Collserola. Cuando la caza se convierte en una matanza de animales de granja, cebadas las aves como cerdos, igual de reprobable que los malditos safaris, no es afición ni tiene mérito.
Así que con el tiempo me dediqué a pasear y a escuchar el canto de aquel pardillo que de pequeño atrapaba para que trinara solo para mí y que de mayor me resulta inalcanzable, imposible y también prescindible, socializado por el bien común. La melancolía —la tontería—, me duró hasta que en una comida campestre en la que se discutía sobre el sabor a lana de las chuletas de cordero tuve noticias de Ramon Vilalta, un personaje que distingue entre cazadores y matadores y habla igual que escribía Delibes. Mi tocayo no para de ir en busca de la becada el jueves y el domingo de cada semana desde que a los siete años acompañó a su padre, al igual que antes su abuelo y bisabuelo, por los bosques de Ripoll, Sant Joan de les Abadesses y Vilallonga de Ter. Aunque no es barbero, como mandaba la tradición, honra a la familia como gran cazador de la saga Vilalta.
Aseguraba un comensal que no hay manjar más exquisito que el de la becada, mito de la cultura gastronómica, la ave salvaje por excelencia, imposible de reproducir en cautividad, conocida popularmente como la reina del bosque. Ni se comercializa ni figura en ninguna carta, sino que desde su llegada en noviembre procedente de Rusia y las Repúblicas Bálticas, solo se puede degustar por invitación de su cazador hasta el primer domingo de febrero. Hay pocos trofeos más preciados por su sabrosa carne y por la liturgia de su caza, tan dura y exigente como bella, agotadora a veces y en otras paralizante, rutinaria y al mismo tiempo sorprendente, seguramente única si se comparte con un buen especialista como es el caso de Ramon Vilalta.
Hay pasajes del ritual relativamente convencionales, como la necesidad de alcanzar el bosque cuando clarea el día y marcar la ruta en función de los hábitos de un pájaro con tendencia a moverse poco de sitio, hasta cierto punto fácil de saber donde puede estar y sin embargo muy difícil de encontrar, imposible sin la ayuda de los perros, hoy equipados con collares electrónicos y GPS. El acompañante se desvive para intentar seguir al cazador en medio de zarzales, el cazador no para de correr por los bancales detrás de los perros y los perros van y vienen sin parar por los arbustos en busca de la becada, que aguarda quieta, oculta, confundida con el sotobosque, necesitada de descanso después de una noche selectiva en el consumo de gusanos, grillos, caracoles, lombrices, larvas y hasta puede que también alguna semilla.
Apenas hay tiempo para el avituallamiento, tan frugal como un par de mandarinas, y al acompañante no le queda más remedio que reventar, porque no hay camino desde que no pasan ni pastan ovejas ni cabras en los bosques, ya sean de robles, pinos, acebos, castaños, encinas o hayas, sino que se impone abrirse paso por los brezos y abedules que inmovilizan al invitado, ya desfallecido en una carrera productiva o estéril en función de los perros. Xana, la hembra de Setter inglés propiedad de Ramon, ha recorrido hoy 26 kilómetros por 31 del macho Pirata mientras que los cachorros Pam y Rooney han aprendido sin parar durante cinco horas de faena por una senda mucho más dificultosa que la de cualquier maratón urbana.
Tiempo de sobra para maldecir a los perros, al cazador y a Dios es Cristo en una competición desigual, todos documentados y armados contra la ave solitaria, resguardada del viento en sitio fresco que no frío, mimética con la hojarasca, tan desapercibida que uno la pisa sin darse cuenta como una seta, únicamente expuesta al olfato de Xana, perseverante, serena e inteligente, aburrida de las perdices y conejos, obsesionada con la becada. Los perros que la cazan no ladran sino que emiten un sonido mecánico, acompasado y fúnebre que sale de su collarín: bip, bip, bip. La señal de que finalmente ha dado con la pieza en su rastreo. Alertado a distancia por los dispositivos electrónicos, Ramon acude deprisa al encuentro de Xana y del Pirata. Ninguno moverá un pelo hasta la llegada del cazador y, con el tiempo, del acompañante, que jadea y se maldice hasta quedar hipnotizado por la postal que presencia en silencio, como si se parara el tiempo, consciente de que se acabó la pesadumbre y empieza la magia.
Los perros están petrificados: la cola tiesa, una pata levantada, la cabeza erguida, la vista puesta en la densa vegetación. Han olido la pieza y la marcan y bloquean. La becada ni es sorda, ni ciega ni chochea, por más que la insulten, sino que, sin ser vista, se siente mirada, se sabe descubierta y aguarda inmóvil, sin saber si peonar un poco, protegerse, comprimirse o escapar, consciente de que la tensa y emocionante espera, el maravilloso juego de impulsos, solo se romperá cuando por sorpresa se arranque a volar.
Y entonces, en un instante, emerge de las entrañas de la tierra recta y vertical como un resorte, impulsada por unas alas que zigzaguean, quiebran y regatean a la escopeta si el cazador no da con el momento justo para apretar el gatillo. Apenas hay tiempo; el espacio es mínimo; el tiro resulta difícil por las ramas y las argucias de la presa; a veces no hay ni opción a un segundo cartucho. La suerte se decide en un santiamén, un tris para apretar el gatillo, una eternidad para el observador, tan agradecido que no sabe si ponerse de parte del cazador o de la becada, que hoy acabó en la boca de Xana y después en los fogones de Ca l’Enric de la Vall de Bianya, la Fonda Sala de Olost, Fermí Puig o Nandu Juvany.
No seré yo quien me la coma después de ver el hilo de sangre que sale de su largo y precioso pico, signo de su gracia y también de su caída. Prefiero recrearme en la lectura de El crepúsculo de la becada, libro precioso por su edición y escritura, obra del filólogo y gastrónomo Jaume Coll, experto en un ave que hechiza por su misterio, capaz de que haya conseguido entender de mayor lo que hacía de niño: cazar y amar a los animales no solo es compatible sino también fascinante. Gracias, Ramon.
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