La vida azotada por el viento
La pasión, el abandono y el perdón marcan ‘Los pasos que nos separan’, nueva novela de Marian Izaguirre ambientada en la convulsa Trieste de los años 20
Stendhal retrató la poliédrica Trieste a partir de los dos vientos que la azotan: el glacial y nórdico bora y el sureño y mediterráneo siroco. Esa ciudad aún hoy tan italiana como austríaca, latina y eslava, gigante en su pequeñez (84 kilómetros cuadrados; apenas 208.000 habitantes), rica a dos palmos de la pobreza, misteriosa tierra fértil de escritores nativos (Svevo, Magris…) y de adopción (Rilke, Joyce…) era el escenario natural para encajar esos otros vientos que azotan al ser humano: la culpa y la renuncia, la pasión y el perdón, el abandono y la solidaridad, el amor y la barbarie. A esa intemperie moral somete sus personajes la escritora Marian Izaguirre (Bilbao, 1951) en su octava novela, Los pasos que nos separan (Lumen), que se acerca ya a los 10.000 ejemplares vendidos.
Un barcelonés de 21 años, Salvador, aprendiz en el taller de un escultor simpatizante de la fastuosa escenografía prefascista que el poeta militar Gabriele d’Annunzio impone hasta la entonces multirracial ciudad, se enamorará de Edita, una joven eslovena criada en Zagreb de 25 años casada y con un bebé, Jana, que oscilará entre el amor de madre, el de esposa y el de amante. Más de medio siglo después, desde la Barcelona de los 70, ya muy anciano, Salvador regresará a Trieste para zanjar un pasado hiriente llevando como chófer a una veinteañera camino de destrozar también su vida.
La vida suele ser más complicaciones que otra cosa y de las que nos podemos arrepentir; los errores te persiguen a lo largo de la vida y es cansado cargar con ello
El abismo queda, muchas veces, a apenas unos pasos. “Quizá la gente no habla de ello pero la vida suele ser más complicaciones que otra cosa y de las que nos podemos arrepentir; lo único exigible es tener la decencia personal de mostrarlo y no mentir; los errores te persiguen a lo largo de la vida y es cansado cargar con ello”, resume la escritora hablando en la ciudad italiana, por suerte con poco viento, de unos sentimientos de culpa y renuncia que no están hoy para nada en boga.
La empatía no es nueva en la autora de obras como la predecesora y celebrada La vida cuando era nuestra (ocho países, más de 12.000 ejemplares), una actitud que defiende con una postura personal comprometida (“tus problemas no son más lejanos que los míos”) y una constatación supletoria pero también definitiva: “Ni los sentimientos, ni las personas, tienen bordes precisos”. Definición que a lo mejor permite al lector salvar la figura de Salvador, joven con aristas canallescas que luego busca el perdón, y entender la decisión de Edita. “La gente tiene derecho a decidir y a equivocarse. ¿De verdad podemos juzgar y condenar así la vida? Todas las mujeres de esta historia, por ejemplo, han cometido errores con su maternidad, pero es imposible ser feliz si vives con algo o alguien que te robe la identidad, sea marido o hijo”. Izaguirre ve hasta cierta predestinación vital: “Los pecados nos acompañan desde mucho antes de que los cometamos”.
El fascismo de D'Annunzio, con sus 'squadristi' de camisa negra, y el posterior de Mussolini, que destrozan la rica convivencia étnica y cultural de Trieste, son el telón de fondo de la obra
Como si de un manantial subterráneo se tratara, en ésta como en buena parte de la obra anterior de la autora está la tensión del vivir, eje de sus novelas: “Se trata de cómo llegar a cierta suerte de felicidad con ese saco que arrastramos por la vida cargado de un cúmulo de errores o decisiones o complicaciones y ver cómo de dentro de ese mal podemos salir a nado; la felicidad es un pacto con la vida y hay que ver si ese saco lo arrastramos lleno siempre, vamos soltando parte de su contenido como un rastro existencial o si decidimos utilizarlo como almohada y poner la cabeza inconscientemente sobre él”, ilustra como metáfora. Y ahí, como ya hiciera claramente en otro de sus libros, La parte de los ángeles, aparece el perdón. “Conseguir conducir el odio, el rencor o relaciones que parecen irresolubles, ver que podemos llevar hasta cierto punto las riendas de la vida que hemos tomado, hace que te sientas bien al hacer balance de lo vivido”, dice dejando entrever que así ha sido en su caso. “Nos acabamos perdonando siempre”, resume de una vida que tiene en el deseo de amar y ser amado uno de sus particulares cimbreos. “Creemos que el amor es una postal de paisaje idílico cuando es un sentimiento muy complejo, que suele generar un bora interior”.
Trieste y su viento, que puede alcanzar los 100 kilómetros por hora, reaparecen. No es casual. “Es una ciudad portuaria, luego superpuesta de estratos sociales, próxima por lo latino pero ajena a la vez por ese aire centroeuropeo; cala mucho, se te queda en el alma”, asegura, a lo mejor recordando lo que Joyce, accidental conciudadano que llegó para dar clases de inglés y que escribió en 1909 a su esposa Nora: “Mi alma está en Trieste”, como constata una placa en su escultura en la ciudad. Es, pues, una urbe cosmopolita, desde 1719 próspero puerto franco del imperio austriaco y por todo ello, en consecuencia, también como sus personajes sin bordes precisos, de frontera, mezcolanza de eslavos y latinos y religiones (su sinagoga, de 1912, es la segunda más grande de Europa tras la de Budapest) en un equilibrio natural que rompió, tras la anexión de la ciudad a Italia tras la Primera Guerra Mundial, el fascismo de D’Annunzio, con sus squadristi de camisa negra de estética violencia y acordes espeluznantes (“Siamo trenta d’una sorte, e trentuno con la morte. Eia, eia, alalà”), italianizando el territorio (más de 70.000 eslavos romanizarían sus apellidos) y hacinando para su deportación a unas 12.000 personas (eslovenos, croatas, serbios o albaneses…) en el Lazzaretto Vechio, prisión improvisada que antes había servido como hospital para las cuarentenas de los barcos.
“Se trata de cómo llegar a cierta suerte de felicidad con ese saco que arrastramos por la vida cargado de un cúmulo de errores o decisiones o complicaciones y ver cómo de dentro de ese mal podemos salir a nado...
Fue un proceso que Mussolini remataría a partir de 1923. “Es un episodio de limpieza racial que ha pasado más desapercibido de lo que debiera”, dice Izaguirre, que, amén de todo ello, deja buenos rastros de esa situación en Los pasos que nos quedan: la quema de la Narodni Dom, la casa del pueblo esloveno, el 13 de julio de 1920, como hoy recuerda una placa que califica el acto de “intolerancia nacionalista”, y en el queda herido el esposo de Edita; los ambientes irredentistas italianos que se fraguaban en cafés parecidos al mítico San Marco (de 1914, que aún conserva actualmente sus mesas de mármoles rosados, techos y arcos con medallones y cafeteras de latón, refugio predilecto de Magris). Y quizá indirectamente, en la plaza Oberdan, donde los protagonistas cogen el tranvía que aun hoy funciona, quintaesencia escénica de la Trieste polifónica: edificios de estética imperial austrohúngara conviven con otros del racionalismo italiano, uno de los cuales albergó entre 1943 y 1945 la sede de la Gestapo en la ciudad, con ventanas tapadas en madera apenas dejando un resquicio de luz y que se han mantenido como oprobioso recuerdo…
Vasca asidua de Barcelona pero afincada en Madrid, deja clara la situación de los nacionalismos en la novela, una manera de hacerlo también sobre la vida real de Cataluña y España: “Toda esa parafernalia de banderas, patrias e himnos que nunca significó gran cosa para él”, escribe. “No llevo bandera y ahí estoy para que me hagan agarrar alguna; nada ni nadie es la patria de uno”, ratifica de viva voz.
Prefiere Izaguirre, mientras pasea por el Giardino Pubblico donde hace que se besen por vez primera los personajes o indica el modesto edificio azul celeste donde vive Edita en la silenciosa piazzetta de Santa Lucía frente a la iglesia del mismo nombre, hablar de libros, del uso arriesgado de los diversos planos temporales en los que se desarrolla la acción y de la primera y tercera personas que se alternan narrando en un mismo capítulo. No es un homenaje al Ulises de Joyce (“lo leí de demasiado joven, cuando quieres aprenderlo todo en la vida sin comprender nada porque no tienes las herramientas para ello”), autor del que prefiere releer sus relatos de Dublineses, con los que disfruta como ahora con las obras de Zadie Smith, o con Stoner, de John Williams, o con Demasiada felicidad, de Alice Munro. Construye un silencio Izaguirre para recapitular: “No soy tan fuerte como parezco”. Y ahí es cuando más se la intuye, como a sus personajes, azotada por los vientos de la vida, ahora a su paso por Trieste.
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