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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Muchos ojos, pocas manos

Tenemos un sistema que da a las cúpulas de los grandes partidos un poder casi absoluto sobre todos los niveles de la administración

Milagros Pérez Oliva

Hace unos días, entrando en Barcelona por la Diagonal, me sorprendió una enorme pancarta colgada en la balconada de un edificio en la que se leía un mensaje ciertamente estridente: “Fora inútils polítics”. Ignoro los motivos, porque no se daban más pistas, pero la frase me resultó extremadamente inquietante. ¿Qué quería decir exactamente? Porque no es lo mismo pedir que se vayan los políticos inútiles, con lo que podríamos estar de acuerdo, que pedir que se vayan los inútiles de los políticos. Eso es otra cosa. La generalización implica un nivel de descrédito de la política que resulta peligroso. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

Es cierto que la política no se agota, ni mucho menos, con la actividad de quienes la ejercen, pero la acción política siempre necesitará de intermediaciones más o menos profesionalizadas. Se puede y debe discutir si los actuales formatos y formas de ejercer la política sirven o no a los fines de la democracia, que es representar los intereses de la ciudadanía. Desde luego, hay razones sobradas para la crítica. El sistema surgido de la Transición primó el papel de los partidos políticos como instrumento central de la política. En una sociedad que llevaba décadas de dictadura tenía sentido reforzar el papel de los partidos como instrumento de participación política y como medio de reclutamiento y formación de líderes políticos. Pero con el tiempo y la ayuda de una ley electoral que ha favorecido el bipartidismo, los partidos que se alternan en el poder han aprovechado las ventajas que les otorgó la arquitectura diseñada en la Transición para colonizar todo el espacio institucional, de modo que aquellas estructuras creadas para canalizar y facilitar la pluralidad política, han acabado asfixiándola.

El resultado es que los partidos llamados “de gobierno” han evolucionado de tal manera que parecen más empresas destinadas a conquistar y retener el poder que instrumentos para canalizar la participación política. Reducidos a una maquinaria electoral, sus dirigentes se han venido eligiendo por un sistema en el que priman más los criterios de afinidad y lealtad, es decir, de sindicación de intereses personales, que en cualidades políticas y capacidad de liderazgo.

El resultado ha sido un empobrecimiento de las élites políticas. Lo que impera es un sistema que da a unas pocas personas situadas en las cúpulas de los partidos un poder casi absoluto sobre todos los niveles de la administración. Es decir, sobre los presupuestos que controlan esas administraciones. Los mecanismos de elección partidaria tienden a expulsar fuera del sistema a quienes se mueven por otros impulsos o no se avienen, por razones éticas o de exigencia política, a las reglas de ese ecosistema.

Mediocridad política y corrupción son, en realidad, dos caras de la misma moneda. Si se rebaja la exigencia ética y se evita cualquier rendición de cuentas, no es extraño que aquello que empezó siendo una conducta corrupta para favorecer al partido y asegurar su permanencia en el poder, acabe siendo un sistema que generaliza la corrupción en todos los niveles de la gestión pública. Y lo hace anulando la capacidad de los organismos de control y contrapesos creados para ejercer la vigilancia del poder, y propiciando una cultura de lo público que considera legítimo utilizar los resortes de la política para defender intereses privados. O para enriquecerse.

No es casualidad que uno de los eslóganes del movimiento 15-M, que fue la primera reacción que surgió a este estado de cosas, fuera precisamente “no nos representan”. Una forma de defenderse por parte de quienes se consideran atacados es acusar a quienes les señalan como casta de ser también casta o aspirar a serlo. Hacen denodados esfuerzos por presentarlos como gente susceptible de ser corrompida que se mueve por ansia de poder. Es decir, de ser una copia de lo que ellos mismos son. Lo hemos visto con Syriza. Y también con Podemos. Un día se les acusa de practicar un extremismo suicida, y al día siguiente de traicionar los principios cuando se muestran dialogantes. Hoy son malos por ser radicales intransigentes y mañana por estar dispuestos a pactar. Como si no hubiera en realidad otra forma de ejercer la política.

Pero la hay. Tiene que haberla. Los corruptos han sustituido el sentido de la vergüenza por el de la impunidad. Ha de ser posible reinstaurar una cultura política basada en la exigencia de honradez. De recuperar el sentido de la vergüenza en el ejercicio de la acción política. Pero nada de eso llegará sin cambios profundos en los mecanismos de ascensión y ejercicio del poder. Hay que romper las inercias.

Sergio Fajardo, el que fuera alcalde carismático de Medellín (Colombia), encontró resistencias parecidas cuando se propuso transformar una de las ciudades con mayor criminalidad. Consiguió darle la vuelta al discurso imperante y acabó cambiando por completo la ciudad. Su fórmula es muy simple: “Muchos ojos, pocas manos”. Sobre el dinero público, se entiende. Justo lo contrario de lo que tenemos por aquí.

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