La fiera dormida
Hay en Barcelona una juventud rebelde que, más que plantar cara, se lo monta a su aire. También tienen derecho a su ciudad
Es sábado y camino hacia el cine Girona, que programa pequeñas joyas que no tienen encaje en un esquema convencional. Al cruzar Passeig de Gràcia —esa avenida que el Ayuntamiento de Barcelona ha dejado impecable, sin una línea disonante— veo avanzar la manifestación contra la Operación Pandora, dirigida desde la Audiencia Nacional contra un supuesto terrorismo anarquista: son palabras duras. En el cine somos justo doce personas. Se proyecta Ciutat morta, documental hipnótico sobre el trágico caso del 4-F. Cuatro de febrero de 2006: la Guardia Urbana procede al desalojo, o similar, de una fiesta salvaje que se celebra en un antiguo teatro okupado, propiedad municipal del barrio de Sant Pere. Los urbanos se acercan desprotegidos y desde la terraza tiran una maceta, que impacta en la cabeza de un agente. Coma irreversible. En la angustia del momento, los urbanos detienen a unos cuantos jóvenes que miran desde la calle, que a lo mejor acaban de salir de la casa. En comisaría les dan una paliza, las fotos son impresionantes.
Los llevan al Hospital del Mar, donde los médicos parecen estar acostumbrados a este panorama, porque ni preguntan por las lesiones. A la sala de espera de Urgencias llega una pareja de amigos que se han caído de la bicicleta. Van un poco colocados y lucen pintas góticas, ropa negra, piercings. Los detienen también, por si acaso tienen algo que ver, que no tienen. Todos ellos entran en una espiral diabólica de mentiras y prejuicios que se transmiten y se aceptan en todos los niveles del sistema, tac, tac, tac, como una apisonadora. La maceta ahora es una piedra lanzada desde la calle (porque los detenidos no estaban en la terraza), los chicos de la bici vienen directos desde el jaleo. Todos: guardias, concejales, alcalde Clos, juez, testigos, todos menos los forenses se apuntan a la versión oficial y al fin se condena a los encausados a tres o cuatro años de cárcel. El documental va contando esto mientras introduce escenas de la Barcelona idílica, suave, encantadora.
La chica de la bici es Patricia Heras. Madrileña, filóloga, poeta, hipersensible. Va de gótica, también, lleva el cráneo a cuadros, dibujados con el corte de pelo. Acaba de llegar, está encantada descubriendo Barcelona, es lo que hacía esa noche con la bici. La encierran en Wad Ras. Organiza la biblioteca de la prisión, colabora, pero se pone de los nervios cuando la psicóloga quiere que reconozca “el delito” porque, dice, la voluntad de arrepentimiento le daría el tercer grado. Finalmente, le conceden el permiso y Patricia vuelve a su piso en el Raval. No pasa nada, pero es obvio que la cárcel la desequilibra. Se siente fuera del mundo: “Me sé vencida”, escribe. De golpe, se tira por la ventana de un cuarto piso. Era una poeta extraordinaria, de una fuerza visceral, unas imágenes deslumbrantes y oscuras al mismo tiempo. Una mujer obsesionada con la muerte, que vive el choque entre una cierta juventud y la ciudad. Sus escritos —diarios y poemas— están en vías de publicación a través de un verkami, pero alguna editorial inteligente debería hacerse con estos textos y darlos al mercado.
“Ya no quiero justicia, ahora quiero venganza”, dice uno de los encarcelados, un chico chileno
El documental está firmado por Xavier Artigas y Xapo Ortega: ambos se conocen de las acampadas del 15-M, pero los dos son universitarios titulados, nada de marginalidad. Tienen una gran sensibilidad para retratar un mundo coherente, un mundo que los de afuera podemos entrever paseando por el Raval pero no más allá. Una juventud rebelde que, más que plantar cara, se lo monta a su aire. No les gusta lo que hay y crean una alternativa para ellos solos. “Ya no quiero justicia, ahora quiero venganza”, dice uno de los encarcelados, un chico chileno. Cuando esta ciudad autocontenida choca con la ciudad convencional saltan chispas y entonces es cuando el sistema los tritura. El chico dice: no es necesario que la venganza sea violenta. Son gente que tiene sus valores, sus códigos, una enorme solidaridad por cualquiera que entre a formar parte de este universo. Tienen sus circuitos, sus bares —uno de los cuales aparece en la peli y es impactante: se siente el sudor además del ruido—, tienen su ciudad. Tienen derecho a su ciudad.
La profundidad de la democracia radica en cuántas cosas caben en su tolerancia. Esta ciudad existe, discurre, crece, se expresa, hace sus poemas, tiene sus héroes y, más que héroes, amigos. No siempre los tratos son justos entre mi ciudad y la de Patricia Heras. Fallan las dos partes. Hay una estrategia informativa que lanza invectivas sobre este mundo que, como una fiera dormida, si no se lo molesta no muerde. Pero el domingo el barrio de Gràcia, donde acaba la mani, amanece patas arriba. En la tele, una mujer se queja de que le han roto los cristales de su negocio, justo ahora en fiestas, cuando más ventas hay, y tiene toda la razón. Y un grupo de presuntos anarquistas ha ido a parar a una prisión española: les caerán años.
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