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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

“¿... y quiere ser catalán?”

En una sociedad abierta, laica, plural, diversa y mestiza es inconcebible que las personas se relacionen de una única manera

Manuel Cruz

De un tiempo a esta parte, una de las afirmaciones que más reiteran los independentistas es que lo que está pasando en Cataluña no tiene nada de identitario, que el procés hacia la plena soberanía del pueblo catalán ha conseguido reunir a gentes de diversos orígenes, con los más variados sentimientos hacia sus lugares de procedencia, e incluso que el propio nacionalismo parece haberse convertido en una posición política crecientemente irrelevante, todavía demasiado cargada de adhesiones emotivas y sentimientos nacionales, que finalmente se habría disuelto en un independentismo explícito y cargado de contenido netamente político.

Sin embargo, a algunas tan rotundas afirmaciones nos desconciertan un tanto. Muchas de las cosas que leemos y escuchamos, a veces en las mismas plumas que acaban de rechazar lo identitario, parecen persistir a continuación en lo rechazado. Créanme que no es un ejemplo malintencionado, ni con segundas intenciones, pero todavía el 5 de junio del presente año —esto es, cuando abiertamente ya se había declarado independentista—, Jordi Pujol escribía un artículo en diario El Punt Avui titulado Diners o identitat?, en el que, entre otras cosas, afirmaba:

“La base de la nostra nació és identitària. Són la llengua, la cultura, la nostra memòria històrica, el nostre relat. Que inclou la nostra vocació d'integració de la gent que viu a Catalunya. O sia que la llengua, la cultura i la capacitat d'integració —i per tant, també un bon funcionament de l'ascensor social— són elements bàsics i principals del nacionalisme català”. Por si, llegados a estas alturas, algún lector echa en falta una definición de identidad colectivo diré que, a mi juicio, no existe tal tipo de identidad (una de cuyas variantes vendría a ser la identidad nacional) si por ella entendemos una identidad que tenga su propia realidad y existencia autónomas, distinta y al margen de la identidad personal de los individuos. La llamada identidad colectiva no es en el fondo otra cosa que una dimensión de la identidad individual, la que hace referencia al sentido de pertenencia a una comunidad que posee cada persona. Desde esta perspectiva, los rasgos de dicha identidad colectiva estarán directamente relacionados con los de la comunidad a la que pertenece.

En una sociedad abierta, plural, laica, heterogénea, diversa y mestiza resulta inconcebible pensar que los individuos se relacionen de una única manera —esto es, que puedan compartir una sola y misma identidad— con una realidad tan compleja. Por el contrario, en una sociedad fuertemente empastada por unas creencias religiosas compartidas por todos, o que ha hecho de la lengua su bandera emotiva unificadora, esto es, con un imaginario colectivo que no admite las diferencias, el vínculo identitario puede acabar resultando intensamente cohesionador. De ahí la necesidad que todos los nacionalismos han tenido de un poderoso enemigo exterior. Porque cuanto más exterior —cuando menos tenga que ver con los nuestros— y más poderoso, más aboca a los individuos a relacionarse con su comunidad presuntamente en peligro de una sola y misma manera.

Pero si todo esto nos parece que en efecto está superado, lo que corresponde es actuar en consecuencia. Deberíamos recuperar la vieja definición, evocada no sin cierta nostalgia el pasado miércoles en estas mismas páginas por Francesc de Carreras, según la cual “catalán es todo aquel que vive y trabaja en Cataluña”, añadiéndole, si acaso, nuevas determinaciones, siempre que pertenezcan inequívocamente al ámbito material, como, por ejemplo: “...y está empadronado” o “...y tiene la tarjeta sanitaria”, o cualquier otra que pudiéramos consensuar. Pero lo que sin ningún género de duda debería ser eliminado es ese “...y quiere ser catalán”, de perfume inexcusablemente identitario, que le añadió en su momento Jordi Pujol. Porque ¿acaso hay una manera inequívoca de “ser catalán” de cuya adhesión pueda depender el ser reconocido como tal? Si de verdad nos creemos lo de las identidades múltiples y variopintas, el requisito de “querer ser catalán” está fuera de lugar.

Que alguien pueda mantener un intenso vínculo emotivo con determinadas realidades de su entorno (con el paisaje, la gente, la lengua y la cultura, el pasado compartido, con determinados símbolos, etcétera) casi podríamos decir que es antropológicamente inevitable. Pero el trecho que separa eso del amor a la patria y otros registros identitarios habituales en el discurso político son, con demasiada frecuencia, el territorio de la manipulación. Alguien me comentaba en cierta ocasión que un tanto por cierto enorme —por encima del ochenta— de keniatas ignoran que viven en Kenia, esto es, desconocen que viven dentro de un Estado que lleva dicho nombre. Eso no quita para que probablemente ese mismo porcentaje mantenga un fuerte vínculo sentimental con sus realidades más próximas. El ejemplo pretendía avalar una recomendación: recelen ustedes de quienes, desde el poder, se empeñan en que nuestros sentimientos discurran exclusivamente por los cauces político-administrativos que ellos consideran convenientes, intentando convertir así nuestras emociones en preceptos.

Manuel Cruz es catedrático de filosofía contemporánea en la UB.

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