El miedo y el futuro
La imagen de Podemos, incluida la coleta, rompe con las formas de la burocracia partidista, pero cansa porque suena a ya vista
Estamos en vigilias de un año de gran intensidad electoral, marcado por la incertidumbre y el miedo. Incertidumbre sobre el nuevo reparto de poder que surja de los comicios. Miedo, porque toda la estrategia del gobierno se basa en meter el pánico en el cuerpo de los ciudadanos: por la hipotética ruptura de España, por el crecimiento de los que ellos descalifican como populistas, por las posibles reacciones de los inefables mercados.
Reconocer la verdad es complicado en política y muy especialmente por parte del que manda porque es una forma de ponerse en evidencia. Por eso los grandes partidos, PP y PSOE, pero también Convergència y Unió, no aceptarán que la desazón que se vive en España, y que se traduce con un rechazo sin precedentes a los partidos políticos convencionales, no es fruto de fenómenos inexorables que están más allá de nuestras voluntades. Es consecuencia de una crisis de ruptura del frágil equilibrio entre capitalismo y democracia; y de las políticas que se han aplicado como terapia, iniciadas por Zapatero y prolongadas por Rajoy.
La ciudadanía se ha convertido en un obstáculo para la gobernanza
El proceso de sumisión de la voluntad popular a las exigencias de los mercados fue trabajosamente labrado en el campo ideológico a partir de la crisis de los 70, sustituyendo la cultura de la cohesión social y de la atención de las necesidades de los ciudadanos iguales en derechos por la cultura del mérito y el progreso individual, a costa de la suerte de los demás e indiferente a ella. La ciudadanía se ha convertido en un obstáculo para la gobernanza. Se ha desacreditado de modo sistemático a la política, a menudo por parte de los propios políticos (corrupción e ineficiencia), y se han creado los mitos de la inviabilidad del estado del bienestar, de los países que viven por encima de sus posibilidades y de la competitividad cómo horizonte ideológico de nuestro tiempo. Abundando en la imagen negativa de la política se transfirió poder a instituciones ajenas al control democrático como los bancos centrales, las comisiones reguladoras, las organizaciones económicas internacionales, y al capital privado por la vía de la privatización de servicios básicos. Y se llegó hasta el extremo de rechazar los procedimientos electorales, obligando a los griegos a repetir una votación porque los resultados no fueron del gusto de los mercados o lanzando en paracaídas a un presidente del gobierno sobre el parlamento italiano. Así la democracia se convirtió en un sistema de perímetro variable, en función del interés del capital.
Con esta mentalidad, se impusieron como un destino las recetas contra la crisis, basadas en la austeridad expansiva, que para salvar los intereses de los sacrosantos mercados (a los que se otorgó prevalencia constitucional sobre las necesidades de los ciudadanos en sus exigencias como acreedores) ha destrozado las clases medias (tantas veces elogiadas como piedra angular del sistema), con la mitad de ellas ahogadas a impuestos y a la otra mitad en pleno desclasamiento, y ha fracturado la sociedad con unas cuotas de desigualdad sin precedentes, con unas caídas salariales abrumadoras y una precariedad laboral ilimitada.
Reconocer la verdad es complicado en política y muy especialmente por parte del que manda porque es una forma de ponerse en evidencia
Convergència ha tratado de esquivar el desprestigio apuntándose a la independencia que ha actuado como eficaz utopía disponible. El PP sigue defendiendo la fatalidad de los acontecimientos aceptando el carácter ancilar de la política. Y el PSOE busca con enormes dificultades componer la figura. Unos y otros ponen cara de sorpresa —y de irritación— por la aparición de Podemos. Hay sin duda paralelismos entre este momento y los años ochenta, cuando el PSOE llegó al poder. Pero, en aquel momento, la imagen siniestra de los viejos franquistas y el error de los comunistas al poner en escena a su vieja guardia venida del exilio, provocó una ruptura entre la España en blanco y negro y la España en technicolor, representada por los jóvenes Suárez y González, que dejaban pocas dudas sobre dónde estaba la puerta del futuro.
Podemos ha arrancado en positivo con una muy decidida opción por disputar directamente el poder a los partidos institucionales, pero del núcleo dirigente emana una rigidez profesoral, un punto leninista (todos los partidos institucionales lo son), que destiñe el halo de novedad. La imagen —incluida la coleta— rompe con las formas de la burocracia partidista, pero cansa pronto porque suena a ya vista. La elogiable voluntad de no caer en la tentación de las promesas imposibles puede convertir sus discursos en demasiado previsibles y reducir las expectativas de un momento, el día después de las elecciones, que ha de tener carácter constituyente. Quizás no es casualidad que Podemos haya surgido de la televisión, un medio que le gente ve, pero no escucha. El éxito de Podemos dependerá de la credibilidad para liderar reformas de calado, de las que realmente redistribuyen el poder. Lo que la ciudadanía busca es gente ajena al establecimiento con la que pueda confiar. Entramos en un año electoral en que Podemos tendrá que pelear contra el discurso del miedo. ¿Será capaz de dar razones a la sociedad para que ésta asuma que con temor no se gana el futuro y, al mismo tiempo, convencerla de que se puede pilotar la incertidumbre?
Josep RAMONEDA
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