La felicidad desubicada
Chan Marshall estuvo irregular, nerviosa, en su concierto de 130 minutos en La Riviera


Es difícil no empatizar con una mujer que, nada más pisar el escenario, susurra: “Muchas gracias por vuestro amor suportivo”. Y, más aún, si, tras un cuarto de hora, se descuelga la guitarra, avanza con paso dificultoso hacia el piano y explica que está embarazada. “Al fin sé qué es el amor de un hombre”, resumió Chan Marshall, eufórica. Cat Power ha sufrido desencantos y tormentas de gran virulencia en lo más profundo del alma, pero ahora parece por fin asomarse al radiante balcón de la felicidad. Y está por ver si sabe gestionar este gozoso estado de ánimo. Lejos de su leyenda negra de cables cruzados y conciertos sin acabar, el del domingo en La Riviera fue larguísimo y extrañísimo, tan trufado de momentos lúcidos como de otros plúmbeos, desconcertantes.
Marshall se presentó sola y arrancó con varios títulos enormes, como Great expectations (“¿buscas esperanza en los ojos de otros? Esa podría ser tu peor redención”) o Naked if I want to, donde ejerce como una versión perfeccionada de Sinead O’Connor. El problema es que a nadie con un mínimo sentido del ritmo escénico se le ocurriría prolongar un concierto solista durante 130 minutos y, menos aún, en una sala incómoda. El público le brindó un silencio reverencial. Pero las deserciones, en discreto goteo, fueron incesantes a partir de la primera hora y cuarto.
Marshall exhibió una voz quebrada, en inquietante equilibrio entre la vulnerabilidad y la fiereza. Estuvo irregular, nerviosa. Es una felina que enseña las uñas, desafiante, pero podría desmoronarse en cualquier momento. No el domingo: llegó el momento en que parecía más a gusto ella sobre las tablas que los espectadores. Y eso tampoco es.
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