Cinco años durmiendo bajo la A-2
Un grupo de rumanos que vive de pedir lismona por distintos puntos de la ciudad pernocta bajo el puente de la avenida de América
Son las nueve y la noche se presenta cerrada en la capital. Está lloviznando, lo que reduce al mínimo el número de personas en la calle. También se nota en la circulación, muy exigua bajo el puente de la avenida de América y la calle de Sagrado Corazón de María. Algunos corredores pasan con los cascos puestos en la cabeza. Mientras, ajenos a esa mínima actividad, un grupo de rumanos comienza a instalar su campamento. Colchones, infiernillos y cartones conforman los escasos medios con los que se enfrentan a la noche.
El grupo, formado por una quincena de personas, va llegando poco a poco. Primero un matrimonio. Después otra pareja. Algunas personas sueltas. Unos llevan pequeñas bolsas con comida. Otros van más cargados con fardos voluminosos. Eso sí, todos visten con ropas sucias y rasgadas. “Nos hemos venido desde Bucarest porque en nuestro país no hay nada de trabajo ni con lo que ganarse la vida”, afirma Jossine, que habla con dificultad el español. En su país se han quedado sus hijos, con edades entre los cuatro y los 14 años.
El ruido de los coches que pasan por el inicio de la autovía de Barcelona (A-2) hace que las conversaciones a ratos sean difíciles, en especial cuando pasan vehículos pesados.
Conforme avanza la noche, el campamento va tomando forma. Los primeros en llegar están preparando una sopa. Ya han colocado su improvisada cama. En ese momento, su compañero cruza los tres carriles con un colchón. Lo lleva como si fuera una pluma. Ese trabajo lo repite al igual que sus compañeros. Todas las noches lo montan y a las siete de la mañana se marchan. Guardan los enseres por la zona, escondidos por los jardines de la zona de tal forma que pasen inadvertidos para los transeúntes y los conductores.
“Llevamos cinco años en esta zona y nunca nos ha pasado nada. La gente no nos hace nada. Algunos se paran a hablar”, reconoce una mujer de unos 65 años y estatura baja, con la tez completamente morena y con un llamativo pañuelo verde tapándole el pelo. Se defiende a duras penas con el idioma.
A las siete de la mañana, los integrantes de este campamento de quita y pon se distribuyen por la capital para pedir limosna. Unos eligen una iglesia. Otros optan por semáforos. Algunos por las puertas de un supermercado. “Sacamos muy poco dinero. Unos pocos euros para comida. Cuando tenemos 20 o 30 se los mandamos para que puedan comer nuestros hijos, en Rumanía”, añade Jossine.
Algunas vecinas de la zona discrepan: “Hay uno de ellos que está en la puerta del supermercado, que debe ganar un verdadero sueldo. Todo el que sale le da algo, o un euro o 50 céntimos. Algunas mujeres le piden incluso que les lleve la compra a casa y le molesta porque pierde dinero en ese tiempo”.
Otro de los residentes, que no quiere dar su nombre, asegura que no saca más de siete u ocho euros al día. “Con eso tengo que comer”, afirma. Los días lluviosos, como los de esta semana, y el verano también hacen que los ingresos se resientan. “La policía pasa y no nos dice nada. Ya nos conocen y saben que no nos metemos en nada ni con nadie”, añade. En ese momento llega otro compatriota con una caja con panes de diversas formas y tamaños.
Los integrantes de este campamento desconocen incluso que hay un albergue municipal. No saben ni dónde está ni cómo funciona. “Si tengo que ir a Príncipe Pío o la plaza de España, me sale más caro. Son seis euros de metro para mi mujer y para mí. Muchos días no saco ni eso”, reconocen. Mientras, los coches pasan a toda velocidad. La vida continúa arriba, en el asfalto.
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