Pimienta para la tradición
La dublinesa actualiza el ‘rockabilly’, pero apenas exhibe esa Billie Holiday que lleva dentro
La dublinesa Imelda May acaba de instalarse en el vértigo de la cuarentena y ejerce ahora como madre amantísima, pero sobre las tablas sigue resultando creíble en el papel de amante de las altas horas. Una muchacha traviesa que se regocija desgranando estribillos como ese de “Ve y cuéntale al diablo que yo no quiero ir al infierno”. Puede que la morena del mechón rubio anduviera fatigada con el trajín de presentaciones de su tercer álbum, Tribal (“¿a qué día estamos hoy?”, preguntó en un momento dado), pero el jueves sedujo a una repleta Joy Eslava y hoy repetirá llenazo en el Teatro Barceló. Un doblete muy meritorio para una mujer que salpimienta un género tan tradicional y primigenio como el ‘rockabilly’.
Imelda viste como una pin-up de hace seis décadas (blusa de avispa, falda entallada, taconazo) y afronta un campeonato de tupés con su guitarrista y contrabajista, músico trajeado que, lejos de pulsar las cuerdas, las abofetea con gracia. A veces es taciturna, noctámbula (Wicked way y su excelente trompeta con sordina) y adscrita a la vida canalla (Hellfire Club, sobre un antro a las afueras de Dublín), pero su especialidad son los estribillos coreables, como el de It’s good to be alive. Un subidón de vitalidad matizada: “Quienes hoy estamos en esta sala quizás no volvamos a coincidir. Eso sí, moriremos todos”.
May es una fanática del ritmo y el aluvión final de su concierto, con Inside out, Round the bend o Johnny got a boom boom, supuso una fiesta trepidante. Pero podría sacarle más provecho a su corazoncito jazzístico, ese que le llevó en Gypsy in me a utilizar por única vez el pie de micrófono para gesticular a placer con ambos brazos. Por un momento se nos apareció una Billie Holiday de piel blanquísima, una fabulosa diva de teatralidad almodovariana.
Imelda May actúa para la televisión pública irlandesa
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