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Emprender en silencio

La tierra valenciana está llamada a dar alguna respuesta cuando menos se apuesta por ella

Santiago Carbó Valverde
Una guía turística da explicaciones a un grupo de cruceristas llegados a Valencia.
Una guía turística da explicaciones a un grupo de cruceristas llegados a Valencia. Mònica Torres

Resulta difícil asumir que en una tierra alegre y en la que somos dados a actuar con un tono jocoso y hasta, muchas veces, fanfarrón, pueda hacerse algo en silencio. Sin embargo, considero que el progreso de la Comunidad Valenciana estuvo durante muchos años explicado por un esfuerzo callado. Una combinación de muchos factores que impulsaron un emprendimiento equilibrado, constante y bastante exitoso. Soy un firme convencido de que la herencia cultural y la cercanía al mar —en medio de un Mediterráneo más activo de lo que muchas veces se reconoce— han dejado en Valencia un poso que durante muchos años fue acicate y durante los más recientes se atragantó.

 Tras ser ejemplo y motor, resulta bastante evidente que aquel gran referente se paró. Sucedió al confundirse lo privado con lo público, el éxito con el despilfarro, el liderazgo con el gasto desproporcionado y la democracia con la impunidad. Ahora pintan bastos para el empresariado y la sociedad valenciana en general. Estigmatizados ambos por males ajenos y propios... pero fastidiados al fin y al cabo.

¿Puede resurgir la Comunidad Valenciana como modelo de éxito? Estoy convencido que es posible pero va a costar tiempo. ¿Habremos aprendido de los errores? Esto me cuesta algo más creerlo porque la mala internalización y racionalización de los hechos no son un defecto único de los valencianos sino un mal que se extiende más allá. Un buen punto de partida para enfocar de dónde venimos y hacia dónde vamos en esta tierra es el papel que la región tiene respecto al resto del Estado español. Muchos años siendo parte de la vertebración de la mejora productiva para acabar como paradigma de una espina dorsal que se rompe. El empresariado valenciano, sonoro en las formas y el éxito y callado en su reivindicación, no sabe dónde mirar hoy en día. Ha estado a lo suyo y eso no es malo. Ajeno a la política hasta que esta tomó un protagonismo que indujo también una transformación privada y que lo estropeó todo. Como en el resto del país pero a su manera, con sus excesos.

Los retos no son muy distintos, pero la estructura de incentivos debe recomponerse y relanzarse

Todo ahora en una España en la que se mezcla lo político y lo privado, con un componente de corte nacionalista muy complicado. Cuando era más joven, recuerdo las reivindicaciones en las calles de Valencia sobre cuestiones como la denominación de la lengua propia e, incluso, el sentido de pertenencia al territorio en comparación a otros lugares de España. Sin embargo, no ha sido característico de los gobiernos regionales ni de la sociedad valenciana llevar demasiado lejos su queja sobre el tratamiento de la Comunidad en algunos aspectos cruciales de su configuración económica. Durante muchos años. Por ejemplo, en términos de solidaridad financiera interterritorial. Se comparte con otros territorios como Cataluña (incluso en mayor medida) un tratamiento diferencial llamativamente deficitario respecto a lo que se da y se recibe del Estado. No es que se niegue la necesaria transferencia de recursos entre los territorios pero es innegable que este sistema de transferencias ha pervertido los incentivos a producir eficientemente y a la iniciativa privada. Hay cientos de ejemplos válidos. Por eso, no estoy a favor de los movimientos excesivamente centralizadores y extractores de recursos desde los territorios más productivos a los menos porque lo que se ha hecho muchas veces (demasiadas) es, de facto, crear un sistema de apoyo tipo “subvención” en algunos territorios frente a un sistema de incentivos tipo “tú puedes” en otros.

Hay diferencias territoriales en las transferencias demasiado acusadas y difíciles de justificar pero en la Comunidad nos hemos acordado de ellas precisamente cuando la hemos fastidiado en términos de reputación. Por supuesto, no todos. Hay economistas e instituciones (como el Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas, IVIE) que recuerdan esta injusta distribución hace mucho tiempo. Sin embargo, no se ha esgrimido el mal tratamiento financiero (al menos no como en Cataluña) como un arma política o de identificación territorial. Ni como una excusa para explicar por qué la crisis ha sacudido con fuerza a los valencianos. Valencia no culpa a España, al menos no en una proporción significativa. En ausencia de este tipo de reivindicaciones, la gestión pública regional ha dejado bastante que desear. La tierra del emprendimiento, una parte de España que vertebraba buena parte del crecimiento económico y la competitividad, ha quedado estigmatizada con una fea divisa, marcada con fuego con una señal de despilfarro y el despropósito. Tanto, que ya casi hemos perdido hasta el derecho a pedir, a revisar o a, simplemente, a que se nos ayude en la medida que precisamos. Este va a ser un coste que habrá que pagar, por mucho tiempo. Es de alguna manera una primera imposición de silencio. Una especie de “no tienes derecho a hablar”. Y en esta injusta miseria me resulta incluso digno de admiración que ese silencio encierre solidaridad y comprensión, en un momento en el que sería tan fácil como impropio apuntarse al carro de la convulsión territorial.

La burbuja que explotó se llevó una buena cuota del rédito ganado como emprendedores

Evidentemente, esta situación está también motivada, en parte —justo es reconocerlo— por los propios errores de los valencianos, por una falta de autocritica y capacidad de cambiar las estructuras de incentivos políticos y sociales. Aunque también es necesario señalar que, como en el resto de España, no abundan las referencias a las que agarrarse.

Evidentemente, los problemas en lo público también han asaltado lo privado. Dados como somos a los excesos (en lo bueno y lo malo), los valencianos comimos ladrillo como si se tratara de arroz a banda. A grandes cucharadas y hasta el hartazgo. Gran parte de los recursos y el talento de estos lares —desde el desarrollo tecnológico e industrial hasta el comercio o el turismo— quedaron algo descolocados y fueron arrastrados por una burbuja que explotó y se llevó por medio una buena cuota del rédito ganado durante décadas por los valencianos como emprendedores. De la competitividad y productividad que tanto costó afianzar.

Como el resto de España, se busca en esta región una referencia política. Es difícil. Por eso, muchas veces se me antoja que a lo que máximo que podemos ahora aspirar los valencianos es a retomar la senda de diferenciación que una vez se inició, la de una transferencia de riqueza entre sectores privados para apostar por nuevas vías de crecimiento, la que llevó de la agricultura a la industria el buen hacer y la capacidad para convertir habilidad en un importante poder exportador. Los retos no son muy distintos a los que se afrontaron hace cuarenta años pero la estructura de incentivos debe recomponerse y relanzarse.

Hay retos que no son demasiado distintos a los que tienen que afrontarse en otras comunidades de España. Pero ante ninguno de ellos existe una fórmula magistral, rápida, y perfecta para solventarlos. Uno de los principales escollos para volver a potenciar el crecimiento es que una parte sustancial de los recursos privados de ahorro en la Comunitat Valenciana deben destinarse, por fuerza, a reducir la deuda de hogares y empresas. Es lo que se conoce comúnmente como el proceso de desapalancamiento. Un fenómeno que tiene necesariamente consecuencias negativas sobre el crecimiento económico. Simplemente porque los pocos recursos de ahorro familiar y los beneficios de la actividad empresarial deben destinarse, sin otra posibilidad, a cubrir deuda, en lugar de a potenciar nuevos proyectos de inversión. En muchos casos incluso a cerrar empresas de la manera más digna posible. Y en esa tragedia tan común es donde surge una oportunidad muy valenciana y schumpeteriana, la de la destrucción-creación. Harán falta años pero no falta creatividad, acervo de gestión ni talento. Muchas cosas con las que los ciudadanos de esta tierra se habían identificado han desaparecido. Incluso algunas tan vanas como los clubes de fútbol, con una deuda en un tiempo tan pública como privada que provoca sonrojo.

En definitiva, los fuertes contrastes siempre han sido un motor de la cultura social y económica valenciana y la falta de referentes y el drama de los excesos son un contraste negativo que, por fuerza, tendrán su contraparte positiva. El problema es que la transición va a ser dura pero en una España que se rompe por las esquinas y que se pierde por el centro, esta tierra está llamada a ofrecer alguna respuesta, precisamente cuando menos se apuesta por ella. En diez años se pueden estropear muchas cosas pero no las ganas, la voluntad ni el saber hacer. Ojalá que en un silencio en lo sonoro pero con un atronador resultado.

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