La ética del sudor a los 66 años
Knight impartió una lección de soul-funk a la antigua usanza y un despliegue físico imponente
Cuentan que Sonny Knight ha invertido buena parte de sus últimos treinta años surcando Estados Unidos al volante de un camión de mercancías. No resulta difícil imaginárselo: el hombre que irrumpía el miércoles en el escenario de la Moby Dick tras una breve introducción instrumental parece un tipo duro y curtido en mil avatares, aunque resulte osado atribuirle esos 66 añazos que señalan sus biógrafos. Durante 90 minutos sin margen para un solo respiro, Knight impartió una lección no ya de soul-funk a la antigua usanza, sino de compromiso cabal con el espectáculo y despliegue físico imponente. Las toallas desplegadas para enjugarse el sudor llenarían a la mañana siguiente una lavadora.
El de Misisipí, un sexagenario inmerso en su primera gira internacional, es un hombre alto, corpulento, embutido en un añejo traje de rayas, muy dado a agitar los brazos y con el cráneo completamente rasurado, lo que le confiere un aspecto desafiante. Su presencia en el circuito con un primer disco notabilísimo, I'm still here, constituye un feliz accidente: firmante de un single en 1965, con 17 años, luego se enroló en el ejército, formó parte de un par de bandas menores y nadie reparó en él hasta una antología de hace un par de veranos, Twin cities funk & soul.
A partir de ahí, su renacer tardío recuerda mucho al de Sharon Jones, Charles Bradley y Lee Fields. Y puede que junto al disco de este último (Emma Jean), lo de Knight sea el gran acontecimiento reciente de la temporada para la música negra.
Su exhibición del miércoles le avala. En una Moby Dick con sonido glorioso, el intimidatorio soulman solo se permitió transitar entre el delirio y el cataclismo. El concierto fue un crescendo continuo desde la inicial Get up and dance, un ritmo matemático y machacón concebido justo para lo que su título promete: otorgar licencia para el baile desaforado.
Los gestos en escena eran de esfuerzo extático, una carrera de fondo en la que las semicorcheas se sucedían en aluvión hasta el último recodo del camino. Y esta ética del sudor es tan concienzuda que los siete músicos de The Lakers no se permiten dejar de tocar ni siquiera mientras su batería se afanaba en ajustar los anclajes del bombo.
Sonny es un ciclón en los temas propios (las gesticulaciones trogloditas para Cave man rezumaban adrenalina) y en los dos soberbios préstamos: Day tripper (Beatles) le suena voluptuoso y acelerado, mientras que Sugar man (Rodríguez) incluye una avalancha de metales.
Y la intensidad aumenta, incluso, durante las tres flamígeras baladas, en las que su garganta adquiere profundidades abisales. El público le despidió entre resoplidos: el funk de vieja escuela supone un reto muscular para ambas partes.
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