La larga campaña electoral del presidente
En el debate, Fabra prometió hablar con realismo, objetividad y rigor. Hasta los más crédulos del lugar enarcaron las cejas
Los aplausos de la bancada popular sonaban tristes, apagados, arrastrados por la claque con la que, unas veces Jorge Bellver, otras Rafael Maluenda, pretendía animar a un presidente de la Generalitat funcionarial que afrontaba el debate de política general como el que tiene que engullir a la fuerza una cucharada de ricino. “La última, Alberto. Ánimo”, parecían querer decirle, como si fuera un niño chico que se resiste a tomar la pócima que le repele, por más que disimulara reivindicándose como el héroe que llegó de Castellón para salvar la Comunidad Valenciana de la catástrofe a la que su propio partido la ha llevado. Es lo que tienen algunas herencias, que solo te dejan deudas. Y el PP ha sumido a la Generalitat en la bancarrota.
Un Hércules redivivo habría sido incapaz de cumplir los doce trabajos al que le condenaron los dioses. Y a Fabra, en el reparto mitológico, le ha correspondido el más ingrato papel: el de Sísifo. No debe extrañar que el hemiciclo del Palau dels Borja acabara por semejarse a un velorio más que a una controversia política que, por cierto, no se vio en parte alguna. En los desganados aplausos, en la falta de entusiasmo del presidente a la hora de recitar la salmodia de datos, incluso en la sorna apática de la oposición —muchos de cuyos miembros también se saben con las horas contadas— se traducía el final de una época.
Fabra braceaba con voluntarismo para hacer ver que se esforzaba por llevar la piedra hasta la cima de la montaña. Pero ni se lo creía él, ni los suyos, ni la oposición. Todos sabían que, al final, la roca acabaría de nuevo en el fondo. Durante hora y media el presidente empujó y empujó con una catarata de datos para que el personal le contemplara como el doliente político que, pese a la incomprensión propia y ajena, había intentado poner orden en la Administración pública. Muy pocos le creyeron. Hace ya años, Aurelio Martínez, ahora presidente de la fundación del Valencia y en aquella lejana época consejero de Economía de Joan Lerma, explicó que los números —“hábilmente interrogados”— cantan lo que uno quiera. A esa habilidad se aplicó el presidente con no mucha fortuna porque, como dijo uno de los presentes: “nadie te obliga a decir la verdad; pero tampoco es necesario contar mentiras”. Y eso que, apenas iniciado su discurso, había prometido hablar con realismo, objetividad y rigor. Hasta los más crédulos del lugar enarcaron las cejas cuando escucharon tan grande compromiso.
Escepticismo que se vio ampliamente confirmado cuando se le escuchó decir una cosa y su contraria: pedir 1.000 millones de euros más al Gobierno “para compensar lo que deberíamos recibir” y, sin transición, anunciar bajadas de impuestos, aumento del gasto social y un puñado de inversiones. El ministro Montoro seguro que escuchó con grande alegría el anuncio del aumento de la liquidez que, a buen seguro, registrarán las arcas públicas valencianas. Como la oposición que, entre asombrada, divertida y un punto escandalizada, observó cómo propuestas que le habían sido denegadas sistemáticamente ahora formaban parte de un decálogo de regeneración democrática alguno de cuyos puntos parecían sacados del prontuario de Podemos, pero sin pasarse que ya se sabe que, Adolfo Suárez dixit, “quienes alcanzan el poder con demagogia, terminan haciéndole pagar al país un precio muy caro”.
Y Fabra pidió que las campañas electorales se redujeran de 15 a 10 días en el mismo instante en que él empezaba una campaña que durará ocho meses. ¿O no fue ese su discurso?
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