Robinson Crusoe se pone las botas
Intensa velada de evocación del náufrago y su padre literario Daniel Defoe en un restaurante de la Barceloneta
“30 de abril. Habiendo advertido que mi pan disminuía considerablemente, hice recuento del que quedaba y reduje la ración a una galleta por día, lo cual hice muy a mi pesar”. Nada parecía más lejos de la obligada frugalidad que plasma en su diario Robinson Crusoe en la novela de Daniel Defoe que el homenaje que al personaje y a su padre literario se les tributó el martes en un restaurante de la Barceloneta. Hasta ocho platos, sin contar los aperitivos y los postres, regados por caldos sensacionales y rematados por unas botellas que no llevaban mensaje dentro sino, Dios sea loado, champán Louis Roededer, compusieron el menú en honor al más célebre náufrago de ficción y su creador.
También es verdad que, si bien se piensa, la infelicidad culinaria de Robinson en su Isla Desesperanza se va amortiguando a medida que el protagonista aposenta sus reales en aquellos inhóspitos parajes y los domina: cabras, patos, pichones y peces pasan pronto a engrosar el menú, que culmina con experiencias gastronómicas de tan alto nivel –todos llevamos un chef dentro- como tastar el delfín o merendar tortuga. “17 de junio. Me ocupé de cocer la tortuga, le encontré sesenta huevos, y su carne entonces me pareció la más sabrosa y agradable que había probado en mi vida, no habiendo comido carne, excepto la de cabra o la de ave, desde que desembarqué en este horrible lugar”.
La convocatoria, en el restaurante L’Ostia, de Jaume Muedra, la hacía Montblanc para presentar su estilográfica de homenaje a Daniel Defoe, la nueva de la serie que dedica a grandes escritores y cuyo diseño juega con detalles como la forma de remo o que el clip esté diseñado como una pluma de ave en recuerdo del compañero leal de Robinson, el loro Poll. El inicio de la literaria velada tuvo más de Espartaco que de Robinson pues comenzó con la degustación de ostras y caracoles. Entre los comensales, la mayoría parte de la flor y nata de la Prensa, incluidos algunos directores de diarios, destacaba por su conocimiento de la obra de Defoe el crítico, escritor y catedrático de literatura jubilado Jordi Llovet, que muy solidariamente accedió a comerse mi ración de ostras hablando al mismo tiempo de Schiller.
Llovet protagonizó el gran momento literario de la noche al ofrecer, como acostumbra en estos actos, una tan erudita como divertida semblanza de Defoe y su criatura. Creo recordar que fue después del foi de bacalao con caviar de Beluga, pero no me hagan caso porque a esas alturas yo ya había trasegado grandes cantidades de Porto y de un amontillado que –según me contaron felices veteranos de la velada- ya se sirvió durante el homenaje (y correspondiente pluma) a Poe. Llovet recordó con gran sentido de la oportunidad que Defoe fue coetáneo de la Guerra de Sucesión que nos ocupa este Tricentenario y que estuvo muy activo propagandísticamente al servicio del Gobierno inglés, aunque no fue tan agresivo como su colega Swift (otro con pluma). Dijo el estudioso que Robinson Crusoe fue para Defoe como Las peregrinaciones de Childe Harold para Lord Byron (una comparación clásicamente llovetiana): “la obra que le hizo pasar de la sombra a la gloria”; y recordó que el de Defoe fue de los libros más leídos de su tiempo. Explicó que en la traducción española de la novela se llegó a denominar Domingo a Viernes, porque “además de día de la semana era un nombre”.
Jordi Llovet retrató a Robinson como encarnación del espíritu del capitalismo y de la ética protestante
De Robinson destacó su categoría de self made man y cómo merced a la voluntad, la constancia y un formidable espíritu emprendedor (y una mano envidiable para el bricolaje, añado yo), dio la vuelta a su situación “y de la nada hace un imperio en su isla”. Llovet advirtió que Robinson, más allá de la novela de aventuras y la admiración que despierta, legitima la colonización y hasta tiene un pasado de negrero. En esencia, resumió, él está de acuerdo con la visión maxweberiana de Robinson como encarnación del espíritu del capitalismo y de la ética protestante de que cuanto más se trabaja más se consigue en este mundo. A todas estas los comensales acometían el petit tartar de atún rojo con aguacate y caramelo de regaliz, y el ambiente en la mesa era más de Moll Flanders que de Robinson Crusoe. Ayudaba la descripción de Quim Vila, que ejercía de sumiller de excepción, de un vino chardonnay de California “opulento y voluptuoso como una mujer con curvas”.
Al llegar el morro de bacalao con puré de lentejas, el erudito Llovet tiró la toalla y dejó pasar el plato. Aunque se animó se nuevo con el suquet de rape y langosta. Para entonces, tras circular un borgoña y el asombroso Klein Constantia sudafricano, con semblanza a Tokay, Marius Carol recordaba con añoranza las canciones de Luis Aguilé y Ana Maria Bordas al doctor Gannon, cirujano, entre el jolgorio general y que vivan Robinson Crusoe, la pluma Defoe y el coco de Tom Hanks. Fue entonces cuando Hubert Wiese, consejero delegado de Montblanc, nos puso firmes y propuso un brindis por Jean Luc Figueras, el chef fallecido que debía haberse ocupado del menú, resuelto finalmente por todo lo alto por Francesc Pahissa como un recorrido por productos del mar frescos en honor a Robinson. Muy serios, todos nos pusimos de pie y alzamos las copas hacia el techo decorado con palmas. Brindamos después “por todos los náufragos” mientras fuera se desataba una tormenta espectacular que ni encargada y quizá un bergantín de 120 toneladas, seis cañones y 14 hombres de tripulación además del capitán, el grumete y un pasajero con ganas de aventura, navegaba hacia el desastre, y hacia la literatura.
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