Crónica de los avatares cotidianos
El trovador madrileño encuentra la complicidad de un público muy joven gracias a su sinceridad lúcida y a ras de acera
No es el madrileño Luis Ramiro un gran acaparador de titulares (y asumiremos la parte alícuota de responsabilidad), pero está al alcance de pocos agotar las sillas de la Galileo Galilei en un insípido miércoles agosteño, sin disco reciente ni inminente, con la escueta compañía instrumental de Alejandro Martínez y su piano refinado. Ramiro frecuenta ese escenario con periodicidad casi mensual, pero se ha granjeado un público fiel, militante y juvenil que callaría la boca a quienes aún hablan de la canción de autor como mera antigualla para nostálgicos. No hay argumentos mitineros en este repertorio y sí mucha emoción a flor de piel. Y a ras de acera. Son las confesiones de un tipo de extrarradio capaz de cantarle a Parquesur o las estrecheces del Peugeot 206, pero también dotado para grandes endecasílabos por la subversión: “Yo sé que los molinos son gigantes”.
Era delicioso mirar alrededor y constatar la presencia de parejitas pipiolas que apuran los últimos días de pantorrillas al aire, estudiantes desplumados que le imploran al camarero un vaso de agua y esa cualificada mayoría femenina entre las que algunas chavalas se sienten cabalmente inspiradoras de las casuísticas sentimentales descritas en muchas estrofas. Ahí radica el encanto de Ramiro y la difusión piramidal de su cancionero, igual que le sucede a su amigo Marwan: es fácil identificarse con las crónicas de esos avatares cotidianos que le acontecen a usted, a su señor padre y a la vecina del tercero. Y ningún ejemplo mejor que el de Te quiero y te odio, sentimiento tópico pero universal resumido en una frase memorable: “Cuántos cuellos se han roto al mirar atrás”.
No hay nada insólito en el recetario de Ramiro, desde la soledad bien acompañada (En círculos) a los nostálgicos encuentros accidentales con antiguas parejas (El café) o ese alegato contra la gente gris, Mariposas imposibles, que dará título a una futura gira para celebrar su décimo aniversario. La clave seguramente reside en la empatía con el espectador (impagable el momento en que una pareja del público le sugiere un trío), una sinceridad sangrante y esa voz ciertamente cálida, parecida en timbre y tesitura a la de Quique González pero más argentada y corpórea. Y todo ello con una riqueza melódica (Mayo de 2002) superior a la que estilan algunos cantautores, salvo en tropiezos como Humano o la inédita Invasión extraterrestre.
Ramiro amagó un desdichado ataque de altanería al advertir la indiferencia de los oyentes, pero ese momento romo no empaña otros más brillantes. Incluso de insólita euforia, como El rey de la pista. Está claro: hay que seguírsela. La pista, decimos.
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