La memoria de los escultores
La galería reúne cientos de piezas que empezaron a coleccionarse con la aportación de Velázquez tras su primer viaje a Italia La colección se enriqueció con donaciones de Roma y los Reales Sitios de España
Es agosto y una caldeada quietud extiende sobre las figuras de yeso un cierto halo misterioso o si se quiere, poético. En el ecuador del estío EL PAÍS tiene acceso a las partes menos conocidas de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, debajo de sus pisos nobles y donde funciona, con precisión de relojería, uno de sus saberes más añejos y distintivos: el taller de vaciados y yesos. Queda muy elegante decir “La Gipsoteca” (en atención al vocablo griego), pero con ese nombre, al paseante medio no se le dice nada; suena, no sin cierta razón, a antiguo. Se diría más bien que a venerable. Los yesos son los testigos aparentemente mudos de parte de su historia y de su prehistoria, de sus avatares y mudanzas. Nos sirve de guía excepcional un experto de saberes enciclopédicos que tiene una abultada bibliografía escrita sobre los yesos mismos, que los ha rastreado desde su origen, el catedrático y académico José María Luzón Nogué, que se mueve por las penumbrosas cavas abovedadas del palacio como un ciego que no necesitara bastón, conociendo al dedillo cada rincón y cada esquina; sus investigaciones, que van desde lo documental hasta lo estético, permiten que el recorrido por la colección de yesos sea a la vez un viaje en el tiempo y en el arte.
En un momento de la visita, lámpara en mano, Luzón nos muestra cómo en los tiempos de la antorcha y el farol (hay grabados de Napoleón haciendo eso mismo) se buscaba los detalles virtuosos de las esculturas (o en sus fidelísimos vaciados), recorriendo la fuente de luz, variando el foco, de modo que hasta el más sutil repliegue cobra vida, la contracción de un músculo, una vena dilatada por el esfuerzo del atleta, todo parece crepitar desde la lisa textura del yeso, que siempre ha sido despreciado como un material no noble, sin embargo, la gipsoteca de la calle de Alcalá desmiente de plano tal afirmación.
Uno de los protagonistas de las a veces agitadísimas biografías de los yesos madrileños es el pintor Diego Velázquez. A la entrada del zaguán del Palacio Goyeneche (último edificio inconcluso de Churriguera en la capital y que terminó su hijo en 1725), sede de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando desde 1773 —antes había estado en la Casa de la Panadería de la Plaza Mayor—, encontramos flanqueados dos yesos, a la izquierda la Flora Farnese y a la derecha, el Hércules, también Farnese: los trajo Velázquez, siguen siendo imponentes y están en esos podios desde hace más de dos siglos. Es el sólido aperitivo de lo que se verá después.
Subsisten perfectamente datados nueve yesos de los traídos desde Roma por Velázquez, y cinco de ellos pueden verse en una exclusiva sala del museo de la Academia, presentados en resalto sobre unos muros estucados en sangre de toro o rojo pompeyano, que sobre la nomenclatura de los colores hay muchas variantes literarias como ojos que los ven. En el centro destaca con su monumental relajo la imponente Ariadna durmiente, que como si tuviera un sueño inquieto, ha cambiado de postura varias veces en estos siglos de existencia. Ariadna no siempre fue Ariadna sino que en el siglo XVIII se la llamó Cleopatra por tener una serpiente enroscada en el brazo izquierdo.
Un día, en Roma, Rafael Sanzio dio la voz de alarma al Papa Julio II: “Detrás del Panteón de Agripa ha aparecido un mármol roto”. Era ella, emergiendo de la oscuridad ancestral de la tierra. Rafael la bautizó como la musa Calíope y así aparece, algo más erguida que hoy, a la izquierda de Apolo de su fresco del Parnaso en la Sala de la Signatura del Vaticano. Después la colocaron en una fuente y la inventaron una gruta, pero como el mármol sufría desgaste con los chorros de agua, se cambió de sitio con severas modificaciones y añadidos de postura, ropaje y apoyos posteriores, de ahí la importancia del yeso antiguo de Madrid, lo que hizo venir a los especialistas del Vaticano, donde está el original marmóreo, para ver qué había pasado antes con la pieza. Los cambios los hizo Daniele Da Volterra (1509-1566), el mismo que puso pañales a las figuras masculinas del Juicio Final de Miguel Ángel y por el que se ganó para la eternidad el mote de Il Braghettone; Daniele tuvo la prudencia de morirse antes de acabar tan innoble cometido de censura. La Ariadna de Madrid es posterior a su intervención.
Velázquez consiguió bronce suficiente para hacer figuras fundidas de algunos de los yesos; piénsese que en la época el bronce era un material estratégico y restringido por su uso bélico en cañones y otras armas. Entre las que fundió están el Spinario, la Niña de la concha y el Hermafrodita, hoy frente a las Meninas en el Museo del Prado; otras están en el salón del trono del Palacio Real. Los yesos velazquianos que se salvaron del incendio del Alcázar de 1734 (aún conservan las manchas oscuras del tizne) fueron restaurados por Pascual de Mena y también están en San Fernando los dibujos de antes y después de la reparación, una verdadera memoria del trabajo reparador. Los del Vaticano al escudriñar la Ariadna de Madrid supieron por fin cómo era la estatua después de Volterra.
Otro episodio histórico es el de las piernas del Hércules Farnesio. El yeso de Madrid es el único testigo de cuando a la estatua se le pusieron, en tiempo de Miguel Ángel por un protegido del genio, unas prótesis falsas, ya que apareció sin piernas. Goethe, en su Viaje a Italia refiere que por fin el monumental mármol ha recuperado sus piernas originales, que aparecieron después en otra excavación. Y hay más cambios solamente apreciables en el yeso madrileño: los rizos de la barba, las manos, hasta le faltaba la cabeza al león. El yeso entonces habla, deja de ser un testigo mudo y relata la vida de la pieza de donde procede.
La Gipsoteca de Madrid está a la cabecera mundial en los aspectos tecnológicos de restauración y catalogación como en la tecnología de limpieza y conservación, por lo que han venido de otros sitios como el Victoria & Albert Museum de Londres (una de las colecciones de yesos más imponentes del planeta) para ver en qué consiste el sistema patentado en Madrid para limpiar las estatuas blancas. Han hecho lo mismo los de Dresde y los del Museo Thorvaldsen de Copenhague.
Todos ellos quieren liberar del churre ancestral sus colecciones de yesos y la tecnología desarrollada en Madrid se ha demostrado tan eficiente como no agresiva, consistiendo en algo así como hacerle la depilación a la cera al yeso, pero con una lámina de látex convenientemente impregnada en las sustancias detergentes. La importancia de los métodos de este departamento de la Real Academia de San Fernando y el interés que han despertado a nivel global, sobrepasa lo estrictamente técnico, pues también aquí se ha priorizado el lugar expositivo de los yesos memoriales a través de una visión científico-museográfica.
Entre otros tesoros, en la colección de yesos de la calle de Alcalá hay dos conjuntos que deben mencionarse: el legado de Anton Raphael Mengs (1728-1779) con más de un centenar de primer orden y los 110 yesos de la Real Fábrica de Porcelanas del Buen Retiro. En 1776 Mengs escribía al Marqués de Grimaldi sobre su intención de querer regalar al rey Carlos III de España su colección de yesos, que contenía entre otras piezas, la reproducción de las Puertas del Paraíso de Ghiberti de Florencia. Es historia la polémica y el escándalo en la época porque se insinuó que con el vaciado hecho por Mengs se había arrastrado parte del oro de las puertas sagradas. Años después, aplacada la tormenta, se volvió a vaciar directamente de los batientes florentinos. Cerca de los yesos de Mengs en la Academia de la calle de Alcalá está otro yeso con su propia picaresca particular: es un niño dormido sobre un pez y reproduce un mármol falso que le colaron en su día como auténtico a Catalina La Grande.
De casi todo esto, por fortuna, hubo un momento clave cuando Joseph Panucci hace moldes nuevos en su etapa en la Real Academia a fines del siglo XVIII, como también lo hizo del fabuloso grupo Castor y Pólux (que procedía de la colección de la reina Cristina de Suecia, hoy en el Museo del Prado). Ese yeso de Panucci está hoy en el Palacio de La Granja de San Ildefonso y tiene como pedestal un mármol antiguo que fue el que trajo de Roma la escultura original. Allá donde mires en el palacio Goyeneche, te espera un yeso, recordando con la gentileza de sus líneas y la aspiración de sus proporciones la vigencia de unos cánones estéticos de los que somos y seremos parte.
Hay un poder de evocación literal en los yesos que no ha impedido que, según que modas y ventoleras, se los maltrate. En Madrid hay otra historia negra con una importante colección que no ha gozado del destino de protección y los mimos de la de la Real Academia de San Fernando. Se trata del desaparecido y errante Museo Nacional de Reproducciones Artísticas, una entidad con 150 años de historia que en 2011, fue borrado de un plumazo por un lamentable Real Decreto —el número 1.714 del BOE del 18 de noviembre—.
El Museo Nacional de Reproducciones Artísticas se había fundado en 1877 en tiempos de Cánovas del Castillo y su colección estuvo valorada como una de las mejores de Europa; llegó a tener más de 3.000 piezas entre las que estaban las adquiridas al Museo Británico de los frisos del Partenón o a Munich las del Templo de Apolo de Olimpia; luego la corriente historicista lo hizo más misceláneo. Durante todo el último segmento del siglo XIX y al menos las dos primeras décadas del siglo XX, fue el más cuidado y atendido de los museos nacionales españoles, teniendo como sede el Casón del Buen Retiro, un lugar donde iban a aprender a dibujar los artistas y que luego se convirtió en taller de restauración. Después vino la fiebre de odiar a los yesos como un símbolo de trasnochado academicismo, un furor iconoclasta. Al cerrarse el Casón del Buen Retiro los yesos se llevaron al edificio inconcluso de lo que hoy es el Museo de América, que a su vez, en 1992, los mandó a los sótanos del actual Museo del Traje, donde se mantuvo una sala simbólica (con el sospechoso título de Anticuarium) que también desapareció para dar espacio a la tienda de regalos y ampliar la cafetería. El disparate de su atomización, verdadero delito de lesa cultura, proyectó hasta el antiguo Museo Nacional Colegio de San Gregorio de Valladolid un grupo de yesos, lo que obligó precipitadamente a cambiar el nombre por el de Museo Nacional de Escultura.
Ponga un Apolo (de yeso) en su vida
Siguiendo una tradición “bicentenaria”, el taller de vaciados de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando [RABASF] continúa produciendo copias de escayola de gran calidad para vender, ya sea para el uso decorativo privado o institucional, como para su destino más académico y tradicional: las escuelas de arte. Aprender a dibujar, desde antiguo, pasa por la observación de los yesos artísticos. Primero al estudiante se le da un fragmento, sea una oreja, un pie, una mano vaciada; luego se pasa al busto y por fin a la figura humana completa antes de llegar al modelo en vivo, que ya son palabras mayores. Esta práctica se ha revelado insustituible y se sigue ordenadamente desde los tiempos renacentistas, valiendo también para el modelado tridimensional en arcilla en los procesos de la escultura; en la calle de Alcalá esa venerable cadena sigue también vigente.
Para la producción por encargo se usan tanto los moldes de yeso “a la antigua”, como los actuales de siliconas, que también facilitan una impronta de gran fidelidad. Como asegura el profesor Luzón Nogué, la blancura propia del yeso oferta al ojo humano un contraste insustituible entre luces y sombras.
Parte importante de la colección de la Gipsoteca madrileña son las 110 piezas procedentes de la antigua fábrica de porcelanas del Buen Retiro que estaba cerca del Museo del Prado y tenía su propia galería; sus yesos fueron una de las pocas cosas que se salvaron del Atila inglés que arrasó esa prestigiosa industria de lozas finas, pero ya antes, en 1811, por los bombardeos durante la ocupación napoleónica, se trajeron a la Real Academia. Allí en Buen Retiro los yesos se usaban como referencia para las reducciones a escala destinadas a las figurillas de porcelana; parte importante de esa colección son los bustos, algunos de ellos presentes en la exposición permanente del museo de la RABASF, luciendo su sello real original y propio.
En el taller de vaciados hay precios para todos los bolsillos y gustos. Desde los 80 a los 3.000 euros aproximadamente, dependiendo de si se quiere un modesto elemento decorativo, un busto romano que evoque, por ejemplo, la Villa de los Papiros de Herculano, la serena belleza del Antinoo del Museo del Prado o un Hermes a tamaño natural con su guirnalda. Los temas también son infinitos, de Grecia hasta Roma, pasando por el neoclasicismo y manteniendo los asuntos mitológicos como los de más recorrido y arraigo en el gusto contemporáneo.
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