Lecturas soñadas
Hay tantos relatos inconclusos que da pavor verlos desparramados todavía por las fachadas de los juzgados como enredaderas mal cuidadas
Casi al principio de La gente de Smiley, una de las novelas emblemáticas de John Le Carré, el mítico George Smiley vuelve a la faena, bien que algo de extranjis, después de un retiro de cuatro años, a fin de poner en claro algunos indicios que apuntan hacia un descuido tal vez irreparable de su adversario Karla, el jefe del Centro de Moscú, que le permitiría tenerlo al fin en sus manos. Y en un encuentro al que asiste de manera circunstancial un espía principiante, que adora a Smiley, el novato le cuenta que asistió a uno de los cursos preparatorios en Sarrat (el lugar secreto donde según Le Carré adiestraban a los jóvenes aspirantes británicos en las artimañas precisas para llegar a ser un espía presentable) y que le está muy agradecido por un cursillo que se llamaba Maniobras de un agente en acción. Y ahí quería yo llegar. Alguien debería pedir a Le Carré una nueva redacción de ese cursillo (que acaso fuera también obra suya no publicada), no tanto como novedad editorial sino como manual de urgencia para los manguis que por aquí espían pero espían fatal. A fin de cuentas, qué le vamos a hacer, son valencianos muy poco o nada británicos, aunque no tan franceses a lo Mitterrand como para hundir por las buenas un inofensivo barco de Greenpeace.
El efecto de clausura de muchos relatos, reales o ficticios, resulta en ocasiones bastante débil. ¿Alguien sabe si a Carlos Fabra le seguirá tocando la lotería en sus años de prisión, si es que hasta eso llega? Su hija Andrea, ¿seguirá pensando y diciendo que se jodan en el caso de su querido padre, al que tantos y tantos modales le debe? Y lo que es peor, ¿seguirá profiriendo gritos insultantes desde la bancada popular del Parlamento? ¿Lluís Motes continuará impartiendo desvaídas lecciones de democracia desde las páginas de un periódico local? También faltaría saber si Rafael Blasco está dispuesto a terminar de escribir de una vez unas memorias que dejarían a más de uno y de una con el culo al aire, y eso si no se decanta, como artista de variedades que es, por un negro que le redacte la novela de una vida siempre tramposa en su inicio como inconclusa en su lucha, perdón, en su recta final.
Con todo eso disfrutaríamos de un alegre entretenimiento para el agosto que nos espera, y con mayor razón si Juan Cotino y allegados nos regalaran un pormenorizado informe sobre sus tenebrosas relaciones con Dei más que con Opus, con sus artimañas de chamarilero más que con sus argucias de confesionario previamente absuelto, y otros etcéteras que al parecer su conciencia no siempre registra. Se ve que es hombre de más altas miras. Y tampoco carecería de interés sociológico que el tal Enrique Ortiz protagonizara un documental sobre cómo ha podido sobrevivir rodeado de tanta basura, por lo común a ras de suelo.
Hay tantos relatos inconclusos que da pavor verlos desparramados todavía por las fachadas de los juzgados como enredaderas mal cuidadas. Y cuentos sin gracia que pululan sin cesar con el pie de imprenta trastornado. Y feliz agosto, si podemos.
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