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Drama de rosa y compás

Un verdadero drama, el de la gran estafa a la arquitectura

Dicen que hay diez películas imprescindibles para todo arquitecto o estudiante de arquitectura. Una de ellas es la que protagoniza un arrogante Gary Cooper que, entusiasmado y solo frente a todos, sueña con imponer sus edificios arramblando con quien sea. Todo muy al estilo de quien diseñaba para los valencianos –y cobraba- fantasmagóricas torres, que nadie le pidió, en el cauce del Turia. Ese es el perfil que la sociedad tiene de los arquitectos, y así nos va.

Los antiguos griegos creían que el entusiasmo era un don del cielo. Estaban convencidos de que esa exaltación del ánimo provenía, para poseernos, de algún dios alienígena. Cada cual tiene su forma de ver las cosas, aunque en nuestros días, que más o menos seguimos creyendo lo mismo, sean muchos los que han logrado palpar esa emoción de modo más terrenal simplemente a través de sobres que carga el diablo y que tanta ruina han traído. Si esto ya es preocupante, hay otros asuntos que también lo son, y mucho.

En la cita anual de la primavera, en la que reverdecen todas las ilusiones, las escuelas de Arquitectura se llenan de una eufórica efervescencia. Este año, como todos, un nuevo puñado de estudiantes de la de Valencia se ha graduado. Poseídos por mil dioses, todas estas chicas y chicos están verdaderamente entusiasmados. Sueñan con hacer grandes cosas. Es lo propio.

Alborozados, cuentan cosas como que desayunan croissants acotados en autocad recién conectado y se mantienen a base de café y red-bull para soportar el continuado esfuerzo por lo que ambicionan. Pero escuchando sus conversaciones te das cuenta de que su alimento fundamental se compone de sueños, vocación, constancia, perseverancia, inquietud, desesperación, dedicación y compromiso.

Entre ellos comentan los símbolos del escudo de la profesión que tanto anhelan. La rosa, que nos diferencia de otras profesiones, significa la belleza, dice uno. Las hojas de laurel glorifican el éxito, irrumpe otro más allá. El compás, abierto y simulando la primera letra del alfabeto, simboliza el principio de todo, la creación, comenta una de las chicas. Es la alegoría de la geometría de la arquitectura, explica otra. Son las armas del arquitecto, resume una de sus compañeras.

Durante todos los años de estancia por el enjambre de pasillos y aulas de la Escuela, han vivido una amalgama tragicómica de clases, viajes, prácticas, exámenes, entregas y noches de desvelos. Han ido adquiriendo experiencia y forjando su propia filosofía de vida para enfrentarse a la existencia que les espera fuera de la caverna en la que han convivido. Sus mentes son un manantial desbordante de ideas, y todos aspiran a comerse el mundo en cuanto les dejen hacerlo. Estudian arquitectura porque les gusta y porque desean servir a la sociedad de esta manera. Y entre otras cosas creen que la arquitectura la tienen que hacer los arquitectos y que su aprendizaje es el único que habilita para ello.

Pero la línea entre el entusiasmo y la decepción es demasiado fina. Pocos sospechan que fuera les espera la gloria o el fracaso en dosis aún por descubrir y que el escenario de la vida puede acabar engulléndolos.

 No cuentan con que el gobierno de su nación, ese que se supone que les tiene que brindar oportunidades y trabajo, solo les ofrece como única salida la de la puerta de embarque de la T4 madrileña camino a no se sabe dónde. Aunque algo se huelen de que mientras los lanzan al destierro, un tal De Guindos diseña una ley nefasta, engañosa, inadmisible y absurda que propicia una arquitectura sin arquitectos, por la que todo ese gran esfuerzo, todas esas noches de desvelos y todo ese aprendizaje, se diluirán para quedarse en nada.

A pesar del entusiasmo, los dioses están confabulados en su contra. La película del exterior, muy distinta a la de sus preferencias, es la del protagonista solo ante el peligro y el negro futuro. Un verdadero drama, el de la gran estafa a la arquitectura. Esta profesión no se merece semejante fraude. Quienes sueñan con ella y se la han ganado a pulso mucho menos.

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