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Política contra la crisis

La acción política puede permitir recuperar su maltrecha credibilidad a los poderes públicos

Francesc Valls

Eurodiputados cobrando en fondos de pensiones con SICAV de por medio en Luxemburgo; redadas policiales que acaban con alcaldes, concejales y empresarios detenidos; aforamientos reales exprés en el país del mundo que más aforados tiene; o camas de hospitales que se cierran con la excusa de las vacaciones de verano y no vuelven a ponerse al servicio de los ciudadanos nunca más. Son cuestiones que esta misma semana han saltado a la actualidad y que explican por qué aflora de manera generalizada la desconfianza en políticos e instituciones y cuál es el motivo por el que surgen de las urnas con vigor nuevos movimientos que algunos tachan de populistas y otros de regeneracionistas.

Demagogia, populismo, caudillismo… muchos términos despectivos son utilizados como arma arrojadiza contra las opciones políticas que pretenden dar respuesta a esta situación planteando un radical pase de página. Son movimientos que han funcionado a la contra y que tienen que demostrar su capacidad propositiva en el ejercicio democrático del poder. Las urnas se encargarán de ello. Pero mientras se atiza interesadamente la polémica sobre si son galgos o podencos y se organiza un concurso sobre si son autoritarios o no sus proyectos de futuro, quienes están en el poder repartiendo patentes no muestran el más propósito de enmienda. No hay atisbos de arrepentimiento. Es como si desdeñaran la oportunidad de prestigiar su maltrecha imagen política con una acción propositiva para combatir el peor de los males: el agrandamiento de la brecha social. Los hechos hablan por si solos. Porque mientras el producto interior bruto crezca en España por debajo del 2%, una cifra a todas luces insuficiente para generar empleo, buena parte de las medidas legislativas no pueden orientarse como ahora sucede a abaratar el despido y a fijar el techo de déficit sin reparar en los destrozos y cadáveres que dejan en el tejido social.

En España se ha duplicado el número de trabajadores en riesgo de pobreza desde 2004. Un 12,25% de los asalariados -en 2004 era un 6%- cobra un salario igual o menor al mínimo interprofesional: 8.979 euros al año. Compartimos las inquietantes posiciones de cola con Rumania y Grecia. La reforma fiscal el Gobierno central rebaja 4,75 puntos porcentuales las deducciones de IRPF aquellos que cobran sueldos anuales de 12.000 euros. Es el mismo descenso que obtienen quienes cobran entre 175.000 y 300.000 euros y un poco menos que quienes perciban más de 300.000 euros, que ven reducido el tipo marginal en 5 puntos. Se puede argumentar que esa rebaja a quienes cobran más de 300.000 euros es irrelevante. Y quizás sea cierto. Como también es irrelevante la partida de apenas mil millones que se va recaudar con la tributación a la que se someterá a las indemnizaciones por despido. Pero molesta, como recordaba en estas páginas Xavier Vidal-Folch, que se grave una renta no buscada (por despido) y que se haga cuando supere los modestos 20.000 euros. Se contrae la reducción general a las rentas del trabajo de 2.652 a 2.000 euros, mientras la tributación de las plusvalías más especulativas se equipara a la baja con las demás.

Entre buena parte de la población se ha instalado la sensación de que estamos ante unas instituciones y partidos que no dan batalla contra la precariedad y la exclusión social. Entre los ciudadanos de Cataluña y España no impera la idea de que desde el poder se actúe como árbitro equitativo en el reparto de la austeridad. Más bien al contrario. Faltan iniciativas creíbles. Una de ellas, por ejemplo, sería incrementar la lucha contra el fraude fiscal, que en España ronda, por la franja baja, los 70.000 millones de euros anuales, de los que 16.000 corresponden a Cataluña. La legislación se revela inútil, pues España y, singularmente Cataluña, cuenta con un marginal de IRPF de los más altos de Europa. Igual que sucede con el impuesto de sociedades. Se trata, pues, de una cuestión de voluntad política de quienes gobiernan la Agencia Tributaria que son los mismos que llevan las riendas del Gobierno español.

También en Cataluña hace falta más política y menos declaraciones de campanario. Un hospital público de referencia como Bellvitge ha pasado de tener 906 a 621 camas, un 31% menos en cinco años. En cada colada de medidas veraniegas se han perdido una media de más de 50 camas estructurales. Este mes de agosto pretenden cerrar unas 200 camas de las 600 actuales en el citado hospital. Aseguran que van a volver a reabrirlas, pero la experiencia habla por sí sola. Todo ello contribuye a que aumente la impresión de que la propiedad pública no es la propiedad de todos, sino la que utilizan los gobiernos a su antojo. Por eso el control democrático de las instituciones es algo a lo que los ciudadanos no pueden ni deben renunciar. Y acordarse en las urnas.

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