Agarrarse a un Duran ardiendo
El líder de Unió sabe bien que su mayor capital político reside precisamente en la ambivalencia en la que está instalado
Primero fue la severa pérdida de doce diputados sufrida por Convergència i Unió en noviembre de 2012, un varapalo que iba a desestabilizar a Artur Mas y daría argumentos a los “sectores moderados” de CDC para recuperar el control del partido. Después, la esperanza se desplazó hacia el empresariado catalán, cuya invencible presión obligaría al presidente de la Generalitat a abandonar sus delirios soberanistas y volver al cánon del pujolismo. Tras el reciente 25-M europeo, era el sorpasso de Esquerra Republicana sobre CiU lo que iba a echar para atrás a los convergentes, haciéndoles ver que están cavando su propia tumba electoral.
El catálogo de expectativas ilusorias con que los adversarios internos y externos del proceso soberanista catalán vienen creyendo en su inminente naufragio ha incorporado, este pasado fin de semana, una nueva y refulgente pieza, mantenida hasta ahora en la reserva: el factor Duran Lleida. Si, de acuerdo con las filtraciones periodísticas, el número dos de CiU confirmaba desde su alta autoridad la imagen de un Gobierno de Mas “rehén” de ERC, si se desentendía de la consulta sobre la independencia, si los democristianos rompían con los convergentes, entonces la hoja de ruta soberanista quedaba —ahora, sí— herida de muerte.
Naturalmente, cada uno es bien libre de hacerse las ilusiones que le plazcan, incluso si para ello tiene que atribuir a Duran posturas (el rechazo de la consulta del 9 de noviembre, el deseo de votar sí a la ley de Abdicación de Juan Carlos I...) que el de Alcampell ha negado de forma explícita y repetida. En todo caso, la expectativa creada estos días alrededor del “órdago” de Duran y de sus efectos adolece, a mi juicio, de una visión muy cupular, muy desde arriba, del escenario político catalán.
En efecto, a la hora de especular sobre la eventual ruptura entre Unió y Convergència y las consecuencias electorales que tendría, es conveniente distinguir entre las bases de UDC, por un lado, y el entorno socioeconómico y mediático de Duran, por el otro. Con más de 82 años de historia a sus espaldas, Unió Democràtica de Catalunya lleva en el ADN un soberanismo confederalista que, durante los años republicanos, situaba a Carrasco i Formiguera en una posición nacionalmente más radical que la de Macià y Companys, por ejemplo.
Y sí, es cierto que, en sus casi tres décadas de liderazgo unipersonal (de fines de 1982 a fines de 1984, y desde noviembre de 1987 hasta hoy) Duran ha modificado la cultura política de Unió y se ha construido un núcleo de unos cientos de fieles. Pero ello no impide que muchísimos presidentes, cuadros y militantes locales del partido democristiano participasen el año pasado de la Via Catalana, estén comprometidos con la ANC y se sientan integrantes del proceso soberanista en curso sin ninguna reserva. Si tuviesen que escoger entre dicho proceso y Duran, es muy dudoso que siguieran a este último, igual que en 1978 dejaron casi solo a Anton Cañellas en su huida hacia el centrismo español de Suárez.
Con más de 82 años de historia a sus espaldas, UDC lleva en el ADN un soberanismo confederalista
Luego está ese entourage empresarial, profesional y periodístico de Duran Lleida, el que aprecia sobre todo su papel de componedor, de intermediario por no decir de lobbysta, de hombre-puente entre ciertos intereses de Madrid y otros de Barcelona. Es un entorno difícil de medir y de calibrar —en 2010 se le quiso dar forma bajo el rótulo de Grup Cívic d'Opinió Sentit Comú per Catalunya, sin demasiado éxito aparente—, pero da la impresión de que tal duranismo al margen de Unió, si alguna vez estuvo próximo a la reivindicación soberanista, hace tiempo que se ha alejado de ella. Su defección, pues, está descontada.
Esta semana —antes de que la súbita dimisión de Pere Navarro volviese a trastocar la agenda informativa— se especuló bastante sobre si la federación entre Convergència y Unió, con Duran al frente de Unió, suma más que resta o al contrario. Es, a corto plazo, una pregunta equivocada o retórica, porque Josep Antoni Duran Lleida no tiene ninguna intención inmediata ni de romper el pacto con CDC ni de poner a prueba su autoridad dentro de UDC, como ha demostrado el pasado martes escabulléndose del supuesto órdago o jaque descrito por quienes confunden deseos y realidades.
Duran —cuya inteligencia táctica no discute ni el peor de sus enemigos— sabe bien que su mayor capital político reside precisamente en la ambivalencia en que está instalado. Que demasiados elogios de PP y PSOE le perjudican tanto o más que muchas críticas desde CDC o Esquerra. Su cotización se basa en ser a la vez el líder de Unió, el secretario general de CiU y el más prestigioso moro amigo del bloque estatalista madrileño, con la esperanza de jugar un papel mediador. Lo tiene difícil, pero si perdiese sus liderazgos catalanes —e ir a las urnas en solitario sería perderlos— se convertiría en un tránsfuga, en un vulgar Boadella de la política. Y no es eso lo que él quiere.
Joan B. Culla i Clarà es historiador
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