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Un político en la saga de los Borja

La sombra de la corrupción y el entramado familiar marcaron el camino de Rafael Blasco

Rafael Blasco (Alzira, 1945) nunca ha estado solo en el poder. Siempre ha tenido a su familia muy cerca. Tanto, que se suele recurrir a la estirpe papal valenciana de los Borja (Borgia, en su grafía italiana) para aludir a su entramado de poder y a su habilidad política. Cuando era uno de los consejeros socialistas más importantes, su mujer, Consuelo Ciscar, era la secretaria del presidente valenciano Joan Lerma; su cuñado Ciprià Ciscar era el poderoso consejero de Educación y Cultura, y su hermano Francisco presidía la Diputación de Valencia y el Ayuntamiento de Alzira. Había alcanzado el punto más alto de su etapa en el PSOE, al que llegó tras una antigua militancia en el Frente Revolucionario Antifranquista y Patriótico (FRAP). Era consejero de Urbanismo y con anterioridad había contribuido al diseño de la nueva Administración autonómica valenciana, como responsable de Presidencia.

Pero su ascenso bordeaba el abismo. En 1989 fue destituido por Lerma por su implicación en un caso de soborno en una recalificación de terrenos, que fue archivado al anularse unas escuchas. Blasco salió de la primera fila política y regresó a su plaza de interventor municipal, pero sin dejar de pensar en el regreso.

Intentó una Convergencia Valenciana con Unión Valenciana y el Bloc, pero uno y uno no sumaron dos. Luego lo intentó con el Partido Socialista Independiente, pero tampoco resultó. Hasta que Eduardo Zaplana lo rescató en 1995. Buscaba experiencia y conocimiento en los entresijos del poder. Lo quería para manejar las cañerías de Presidencia de la Generalitat y muñir estrategias políticas con el fin de perpetuar las mayorías del PP valenciano.

Cumplió con su cometido y fue recompensado: consejero de Empleo, de Bienestar Social, de Territorio y Vivienda, de Sanidad y de Ciudadanía. Por el camino, cambió Zaplana por Francisco Camps, sin que perdiera pie. Rocoso, astuto, leído, Blasco se pasó con todos sus pertrechos. Tampoco su mujer sufrió apenas con el relevo, que iba sumando competencias como secretaria autonómica y marcaba la política cultural del PP; ni su sobrino Sergio Blasco, que se afianzaba en la gerencia del Hospital Provincial de Valencia, propiedad de la Diputación que presidió su padre.

Ahora, sobrino y tío están siendo investigados por la fiscalía por una supuesta trama de corrupción en la adjudicación de contratos públicos a partir de 2007, en la que estarían implicados el hospital, la Consejería de Sanidad que dirigía Blasco y, entre otros, un empresario de Alzira (el bastión de los Blasco), muy próximo a Xàtiva (la cuna de los Borja). La denuncia fue formulada por Esquerra Unida y la apertura de diligencias se produjo a principios de este mes. Sergio Blasco, casado con una hija del primer matrimonio de Consuelo Ciscar, ha negado cualquier irregularidad.

El fulgor de la familia ya había empezado a apagarse mucho antes, conforme disminuían las competencias de las consejerías por las que pasaba Blasco y el presupuesto del museo de arte moderno que dirigía su esposa desde 2004, el IVAM. La pareja, que había protagonizado reportajes como representantes de una Valencia a la vanguardia mediática en la época de vacas gordas, iniciaron la senda del declive.

Entre numerosas críticas a su gestión y a la compra, por ejemplo, de fotografías al galerista Gao Ping, hoy en prisión como presunto cabecilla de una mafia china, los críticos de arte llegaron a acusar a la directora del museo de valerse de los contactos derivados de su cargo para favorecer a Rablaci, el hijo artista de Blasco y Ciscar. Nada comparado con la espiral de escándalos que salió a la luz en 2010 con el estallido del caso Cooperación y que acabó ayer con la condena a Rafael Blasco de ocho años de prisión.

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