Mis tres sirenas
Carme Portaceli y la CNTC rescatan del olvido una fábula moral de Lope trepidante y divertida
Otra joyita de la inagotable veta lopesca, inspirada esta vez en el bandolerismo que se enseñoreó de los Montes de Toledo durante la Baja Edad Media, pero también en las serranillas (poesías sobre encuentros entre caballeros y vaqueras fogosas o esquivas) y en las leyendas de la serrana de la Vera, criatura seductora que dicen se aparecía al caminante solitario, lo invitaba a su cueva, compartía su caza con él, lo amaba y lo mataba. Entre Portugal y Cataluña, decenas de romances cantan la figura de esa hembra “ojigarza, rubia y branca/ que un robre a brazos arranca/ tan hermosa como fiera”, cuya fama de esfinge ibérica y de sirena de secano extendieron los pastores trashumantes.
Las dos bandoleras es una fábula moral, divertida y cristalina donde se muestra que los agravios desatan venganzas y que la armonía perdida se restablece difícilmente. Sus protagonistas femeninas son, como en Lope suele suceder, sendos papeles bombón: dos hermanas jóvenes y decididas, que, despechadas, se lanzan al monte a engatusar, desvalijar y asesinar a todo hombre que desde Castilla pretenda pasar a Extremadura por la Vera, en el primer tercio del siglo XIII. Carme Portaceli ha rescatado esta comedia del olvido injusto en el que se hallan la mayor parte de las del Fénix, y ha orquestado con vigor un ramillete de interpretaciones muy físicas, llenas de verdad dramática.
Las dos bandoleras
Autor: Lope de Vega. Dramaturgia: Marc Rosich y C. Portaceli. Intérpretes: Helio Pedregal, David Fernández, Macarena Gómez, Carmen Ruiz, Llorenç González, Gabriela Flores, David Luque, Álex Larumbe y Albert Pérez. Lucha: Kike Inchausti. Esgrima: Jesús Esperanza. Verso: Gabriel Garbisu. Escenografía: Paco Azorín. Luz: Maria Domènech. Vestuario: Antonio Belart. Dirección: Carme Portaceli. Teatro Pavón, hasta el 8 de junio.
Marc Rosich, autor de la versión, intercala con acierto algún pasaje de otra pieza lopesca, La serrana de la Vera, cuya protagonista aparece aquí como espíritu errante que apadrina y protege a las dos bandoleras sobrevenidas. Estando a su lado, aunque invisible a terceros, la serrana les enseña a pelear durante una escena de esgrima femenina tan ágil como prolongada y bravía, insólita en nuestros escenarios. Otro fragmento introducido por Rosich y Portaceli, el diálogo sobre la comida y el hambre que mantienen Alonso y Añasco en El asalto de Mastrique (Maastricht, ciudad holandesa donde en 1992 firmamos el tratado sobre la arquitectura financiera europea), hace todavía más vehemente el discurso antibelicista avant la lettre de Ordaz, gracioso que, interpretado con salero por David Fernández, se queja con humor amargo de los estragos de la guerra, de las soldadas que se le adeudan y del hambre que pasa, mientras el rey anda con su nueva esposa entre sábanas.
Macarena Gómez y Carmen Ruiz componen un par de damitas cómicas desenvueltas, vivaces y descaradas, que acaban ganándose al público a golpes de humor y de florete, y que tienen como contrapunto a la serrana evanescente, aguerrida y apuesta de Gabriela Flores. En el relato pormenorizado de los méritos de su Hermandad Vieja, del privilegio real que pretende se le renueve y de la virtud de sus hijas, el imponente Triviño de Helio Pedregal respira una infatuación sopesada y una inflexibilidad que se quebrará de lado a lado cuando le toque hacer de Abraham tragicómico. El resto del elenco colabora en buena medida a que la operación reflote de este pecio guarnido de doblones, emprendida por la Compañía Nacional de Teatro Clásico, sea un acontecimiento feliz.
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