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LA CRÓNICA DE BALEARES

Máscara y testaferro del otro

Tenía esa manera de vivir porque se vendió, existió siendo otro, prestando su nombre y apellidos a un amo poderoso que exigía estar oculto y protegido

El hermetismo era necesario para no levantar el velo del dueño y su caja en la economía clandestina.
El hermetismo era necesario para no levantar el velo del dueño y su caja en la economía clandestina.TOLO RAMON

Este hombre que se presentó algo más enfermo de lo habitual se reveló de inmediato preocupado por otros agobios. X destapó su secreto, desgranó su agonía existencial, el estar atrapado en un traje de plomo. Actuaba como testaferro y le habían pillado con las manos en la masa.

Era una máscara, hacía invisible a un sujeto auténtico. Estaba apunto de desquiciarse, envuelto en un escándalo y se veía a las puertas de la cárcel. Transitó décadas con aire de diletante. Tenía esa manera de vivir porque se vendió, existió siendo otro, prestando su nombre y apellidos a un poderoso que exigía estar oculto y protegido.

Con dudas y males que hollaban su cuerpo y un velo húmedo en sus ojos, el mundano personaje confesó su pesar, su misterio. Susurró, con media sonrisa cómo y a quien prestó su identidad. Era su otro yo mercantil.

Se vendió y el asunto le carcomía más que el asalto del error a sus vísceras y su hipocondría. X se sinceró —se liberó off the record— con miedo real a su futuro. Temía quedar pública y penalmente marcado, identificado por esa otra vida nada ejemplar.

No era el suyo un papel literario, sino de mero peón de la gruesa economía negra, sumergida, del comercio clandestino, la evasión de los capitales terrenales en los paraísos, fiscales.

Estaba marcado. Hacienda y la fiscalía le detectaron de figurante en un gran pelotazo. La ingeniería de los magos fiscalistas falló. El asunto se concretó en manos de un juez en una acusación de fraude fiscal delictivo. X estaba a la espera de juicio. No era una hipótesis.

El amo tapado le había contratado el bufete de letrados continental, enorme, que escudaba a ambos. Les daban confianza pero no inyectaron tranquilidad al reo. Se sentía en capilla entre las magnitudes de vértigo de los millones ajenos movidos, atado a la fidelidad retribuida y al horror de un horizonte criminal.

Era peón de la economía negra con evasión de los capitales terrenales en los paraísos, fiscales

Le aturdía tener quedar desnudo en el escenario, sin disfraz, que se supiera qué hacía, su doble existencia poco edificante. No era un hombre de negocios. Figuraba en los papeles. Tenía una función subalterna de la que manaba la fuente real de su patrimonio y sueldo. Una minucia de lo manejado.

Posiblemente sentía pánico a ver desmoronada su personalidad pública, casi de raro, a tener que cargar con el lastre de ser un vendido, un secundario, marcado con una pena de años de prisión, un ingreso quizás evitable con los pagos de multas.

Para él, salvarse a sí mismo era un imposible. Pactar era cantar, confesar una afrenta porque implicaba la traición, destapar al auténtico autor del fraude, al propietario de los fondos. No tenía coraje ni capacidad para señalar y acusar a quien le había mantenido. No pasaba por su cabeza ese acuerdo, concretó.

El testaferro decía “nosotros”, él y su otro yo. Callar —no delatar—, aparentar, era su religión. El mutis es un credo de testaferro, con su cuota asumida de riesgos. Un pacto con Hacienda y el fiscal era para él una triple condena con escarnio.

La operación de acoso del Estado contra X no tenía marcha atrás. Su rastro había sido descubierto en el primer paso de compraventa, además de en cuentas, saltos de capitales como administrador en una red de sociedades pantallas.

Él era el último fusible en esa línea, el cortafuego cuyo hermetismo era necesario para no levantar el velo del dueño y su caja fuerte. Se consideraba condenado, sin la tentación de hablar. Era cautivo de su sentido del honor, un pacto de sangre explícito, cobrado y lacrado sin posibilidad de ruptura.

Decía "nosotros", él y su otro yo. Callar, no delatar, era su religión. El credo del hombre de paja

La historia y el capital no eran suyos. Fue protagonista en nombre de otro y no podía decir la identidad del oculto, el dueño cierto y el destino final de los beneficios. Es el precio del silencio, el de la identidad traspasada. El hombre de paja tiene una existencia subordinada, una vida fácil pero siempre en riesgo. Nunca puede desprenderse de su mentira, destapar.

Existe en una vida virtual de escudo mercantil y en escrituras y cuentas. Se actúa ante banqueros, notarios y registradores, que han sido fedatarios de una realidad también a veces artificial.

X acabó ese único relato sorprendente. Habló con la doble muerte oculta en su cuerpo y en el peso de lo que no podía decir al juez. El proceso culminó con una petición de más de tres años de cárcel. X no violó el pacto de hierro con aquel que fue su señor, por quien figuró y poseyó su dinero, en los papeles. No dudó ni en el lecho de muerte. Pudo jugar muy sucio, al chantaje. Pereció y nunca fue juzgado.

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