Cocina de principios
Entre las pocas verdades culinarias está el pescado hervido, casi sin nada más, con poca compañía y escasos condimentos
Entre las pocas verdades culinarias, en la cocina de principios y la sencillez, está —probablemente— el pescado hervido. Un ejercicio de simplicidad. Aparece en el plato casi sin nada más tras cocer —poco— apenas con compañía y muy escasos condimentos.
Las sabrosas carnes blancas —sin ser humilladas en un largo burbujeo de furia— apenas se transforman y retienen la fuerza de su distinción. Expresan un rumor con la nostalgia del mar y las sutilezas melosas de las gelatinas y otras texturas que confitan.
El cuerpo derrotado de algunas especies guarda secretos, exquisiteces mínimas en su cabeza. La testa entera es un trofeo en la mesa que reclaman —con excusas— los militantes de lo significativo que parece accesorio. Desarman a mano y escudriñan otras carnes y huecos. Es imprescindible el uso de los dedos. Sacrificadas cocineras y marineros tenían prioridad de elección.
Detrás de las mejillas (galtes) y alrededor del cuello, están los interesantes recovecos de los pescados roqueros; y del mínimo raor. Una moneda nívea es la porción secreta, apenas un bocado. El ejemplo absoluto de mejillas con premio (galtarrots) está en el soberano de los fondos, el cap roig, caro ejemplar que manda en la pesca y la mesa. La consideración de esa variante de cocochas es aumentada por el hallazgo de algo oculto, un bocado laico de cardenal que se rastrea, en vano, en otras especies y contornos.
Expresa un rumor con la nostalgia del mar y las sutilezas de las gelatinas
A este lado del Mediterráneo el pescado hervido está en el esquema fundacional de la cocina, en los apuntes de la primera realidad de la alimentación. Una las habilidades atribuidas a los nativos vecinos del litoral es saber navegar, nadar pescar y, especialmente, ser hábiles en limpiar y cocinar las capturas. Sobre todo se tiene que ser eficaz en apartar las espinas, el esqueleto y defensas dorsales de los peces.
Comer pescado así, sin apenas haber mutado su valor, es una necesidad y un placer para nada secundarios. Se ha de afrontar sin temor a atragantarse, tras dejar a un lado la raspa y seleccionar en el plato lo sustantivo de los impedimentos.
Las propuestas del consumo de pescado —excepto en la variante de la epidemia de japonización, los dados crudos, los palitos de carne artificial y las tajadas insípidas— exige comer con prudencia, otra necesaria virtud global para isleños y en general.
La peor ejecución del pescado es a la plancha con resultado siderúrgico
Comer con calma pero no con escrúpulos o pánico a atragantarse con una espina clavada, inaccesible, en garganta o que navegará en los tránsitos del estómago y demás. Esas fobias y obsesiones nacen en la infancia, en la ignorancia y en una pésima experiencia.
Una bandeja de pescados hervidos expresa una explosión de belleza de colores diluidos, de fragmentos casi cubistas de ejemplares rotos, partidos, un tumulto de curvas y caras. Hay quien presenta una bandeja de lomos limpios, blancos, bocados accesibles, desnudos de piel y espinas y espinazos. Se requieren unas manos finas, oficio y vista. Hacerlo para otros —gratis— es un ejercicio de alta amistad, o de amor.
Este plato, entre el reto y el manjar, no es un manifiesto de tristeza. Tampoco una necesaria condena de atavismo gastronómico. Tiene mala fama porque está en las comidas de los enfermos —es plato fijo de menú hospitalario en su versión tajada de pescado congelado. Además figura entre las pocas alegrías prescritas en las múltiples de las dietas llenas de vetos que intentan transformar a los gordos en delgados.
El peix bullit, o las variantes paralelas y distintas del bullit de peix y guisat de peix ibicenco y formenterés son expresiones de la supervivencia de la relación de los comensales con su entorno, la cocina que nace de las tradiciones que se explican en la necesidad y los placeres cotidianos.
Hay un acento salvaje. La fauna del mar está repleta de animales de nombres que aluden a bichos terrestres: ratas y arañas —fantásticas—, gallinetas, doradas, oriolas, llop, tordos, vacas, peces más sabrosos y que rinden más enjundia en su cocción al caldo que los resume para arroces —a banda— y en la sopa torrada.
Excesivamente cocido o anegado en vinagre y aceite —o mahonesa— esa carne pálida que se deshace sabe a medicina. Los pescados vencen solos, sin disfraz. Pierden al ser rebozados, anegados en salsa, ocultos la cueva de sal. La peor ejecución es en la plancha mortal, esa no-cocina de resultados siderúrgicos.
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