El triángulo rectángulo y la melancolía de la hipotenusa
‘El baile’, comedia deliciosamente interpretada, está entre las de Wilde, Priestley y Mihura


Una comedia poética sobre una relación triangular en la que la felicidad de la hipotenusa no es igual al cuadrado del amor que le profesan los catetos. Edgar Neville, aristócrata cosmopolita, autor de un espectáculo de La Chelito, embajador de la República en Londres, falangista de conveniencia al estallar la Guerra Civil, cineasta con impronta y dramaturgo dotado para la alta comedia, desarrolla en El baile una historia de amor y amistad a tres bandas, cuya singularidad consiste en que Julián, derrotado por Pedro en su disputa por la mano de Adela, en vez de enemistarse con él y buscarse otra mujer, opta por perseverar como amigo amantísimo de ambos.
El motor cómico de El baile es la insólita conducta de Julián, quien, pese a no tener sitio en el lecho de Adela, tiene celos de todo aquel que cruza una mirada con ella. Para ciertos asuntos, Julián es el marido suplente cuyo concurso le deja a Pedro tiempo libre (y espacio mental). Pero el tema de la comedia es que la devoción que sus hombres le profesan no libra a la mujer de la insatisfacción ni de la melancolía.
EL BAILE
Autor: Edgar Neville. Versión: Bernardo Sánchez. Intérpretes: Pepe Viyuela, Susana Hernández, Carles Moreu. Vestuario: María Luisa Engel. Música: Yann Díez. Luz: Fernando Ayuste. Escenografía: Gabriel Carrascal. Dirección: Luis Olmos. Teatro Fernán Gómez. Hasta el 4 de mayo.
Neville le mete un pellizco priestleriano a la estructura de la pieza, entre cada uno de cuyos tres actos transcurren 25 años (de modo que sus protagonistas, jóvenes de 1900, en el desenlace ya son octogenarios y contemporáneos del público de 1952, fecha de su estreno), y Bernardo Sánchez, su adaptador, traslada la acción a 1960 (para que en el acto último los personajes sean contemporáneos nuestros), pero acaso sin intervenir suficientemente en el texto, pues el vocabulario y el ritual de lo que sucede siguen remitiendo en no pocas ocasiones a la primera mitad del siglo XX.
El muy cómico primer acto tiene dos hándicaps siempre: la distancia que media entre las edades de los actores y las de sus personajes, y que el elegante humor de Neville, deudo del de Wilde, tiene solo a veces la punta disparatada del de Tono y la caricia poética del de Mihura. En el espléndido segundo acto, el autor, Susana Hernández (Adela) y Pepe Viyuela (Julián) nos meten en inesperada harina dramática de dos volantazos dados con pericia, y Carles Moreu se desembaraza por fin, en su conmovedor cara a cara con la actriz, del cliché de galán, para llegar a un final oportunamente actualizado y hermoseado por Luis Olmos, el director. Con la traslación del sentimental tercer acto a un asilo y la postración en silla de ruedas de los personajes masculinos, el adaptador facilita que sus intérpretes se transformen en ancianos y hace más contrastado el paso del tiempo, a costa de abajar la alta comedia hacia el rellano del costumbrismo y de que le auguremos escasas posibilidades de éxito al empeño que la nieta de ambos, deliciosamente encarnada por Hernández, tiene en que la lleven del brazo al baile, en una escena que es el negativo burgués de la de Don Hilarión con la Casta y la Susana.
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