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18º Festival de Jerez

El toque de distinción

El bailaor Manuel Liñán presenta un espectáculo intenso y renovador en las coreografías

Manuel Liñán, durante su espectáculo 'Nómada'.
Manuel Liñán, durante su espectáculo 'Nómada'.Javier Fergo

NÓMADA. MANUEL LIÑÁN

Baile: Manuel Liñán, Anabel Moreno, Águeda Saavedra, Inmaculada Aranda, Jonathan Miró y Adrián Santana. Guitarra y Música: Víctor Márquez ‘El Tomate’ y Fran Vinuesa. Cante: Miguel Ortega, Miguel Lavi y David Carpio. Diseño de iluminación: Olga García. Dirección y coreografía: Manuel Liñán.

Teatro Villamarta, 6 de marzo de 2014

Tras su personal Tauro de 2012 y su participación en Duende, del ciclo Lorca y Granada del pasado verano, Manuel Liñán presenta una obra en la que se encuentran reunidas, y muy bien ensambladas, sus dos vertientes: la del baile personal y la de la creación coreográfica. En esta faceta se le viene reconociendo talento desde muy joven y, con este trabajo, muestra sus credenciales en el tratamiento del grupo, aunque sea de mediano formato. En Nómada, el artista granadino desarrolla conceptos y ensancha su repertorio formal con un discurso innovador que no es en ningún momento previsible y que cuenta con muchos espacios y ocasiones para la sorpresa.

Su dibujo coreográfico es exigente y en él juega con el orden buscando asimetrías y contratiempos dentro de unas presentaciones decididamente renovadoras. La disposición del grupo sobre las tablas fue siempre original y al elenco de baile se sumó el resto de la compañía para la composición de cuadros pulcros y muy bien iluminados, por cierto. Son esos cuadros casi los únicos momentos de pausa de una obra que se desarrolla en un tempo casi vertiginoso, con una tendencia a la aceleración en sus coreografías. Pero, a pesar de ese ritmo, en ocasiones trepidante, la obra discurre con una admirable fluidez y precisión.

Al trabajo de grupo, en el que toma parte de manera permanente Liñán, hay que sumar el suyo personal, para el que se reservó partes fundamentales. Así, la seguiriya, en la que siguió el canon del estilo, solo en parte, para bailarle de manera distinta a cada uno de los tres cantaores con un baile lleno de adornos cercano al manierismo. También fue destacado su baile de la rondeña del maestro Montoya, en el que realizó una notable creación personal. En esa ocasión, fue la guitarra la compañera, en otras el cante. En ambos casos, la integración de las disciplinas fue brillante, con unos cantaores que desplegaron un repertorio bien amplio ejecutado con gran nivel.

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La obra se planteaba como un recorrido por las geografías y las épocas del flamenco en nueve cuadros, aunque nos quedamos sin ver el final por bulerías. En su sustitución, el artista jugó a la sorpresa (relativa) y decidió rescatar para la ocasión su baile de los caracoles, con bata de cola y mantón, que había mostrado en este mismo festival, hace tan solo diez días, dentro del espectáculo Los Invitados de Belén Maya. Sin necesidad de repetir los detalles de su ejecución, el golpe de efecto, con su toque transgresor, funcionó tan bien o mejor que la vez anterior. A la postre fue un número que enlazaba con el discurso desbordante mostrado durante la obra. Una expresión que, en las dos vertientes señaladas, lo define y marca la distinción en su obra.

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